Maliciosa: la maldecida de Guadarrama

Por: Ricardo Coarasa
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Algunas montañas parecen llevar en su nombre una maldición, como si arrastraran una implacable condena o pesara sobre las mismas un anatema bíblico, pero basta con escuchar su nombre para sentirse irremisiblemente atraído por ellas. Me pasó en su día con los Infiernos y la Maladeta, en el Pirineo aragonés, y, más recientemente, con la Maliciosa, en Guadarrama. “Bautizada” así en el siglo XIV, su maldición es de piedra y viento, de soledades preñadas de belleza en uno de los miradores más impresionantes de la Comunidad de Madrid. Su cara sur es abrupta, contundente, casi 1.000 metros de desnivel desde La Barranca, suficientes para hacerse merecedora de esa distinción en la toponimia montañera, la Maliciosa, la maldecida.

Mejor decantarse por la más apacible vertiente norte, desde el puerto de Navacerrada, casi en el límite entre Madrid y Segovia. A las montañas no conviene perderles nunca el respeto, más allá de su altitud o dificultad. Es el principal requisito para quererlas. Si echamos a andar pensando en vencerlas, en someterlas haciendo cumbre, tarde o temprano terminarán por ponernos en nuestro sitio, a veces dolorosamente. Conviene pedirles permiso, implorar incluso su bendición, como si tuviésemos que aplacar la furia dormida de un Dios clemente, la montaña misma. Los budistas así lo entienden: el monte Kailash o el Qmolangma (nuestro Everest), sin ir más lejos. Sus ofrendas o “pujas” a los espíritus de las alturas imploran ese favor, el don de hollar la cima, un regalo, una deferencia. Yo, que no soy budista, nunca me olvido de hablarles en el silencio de los primeros pasos, cuando todavía la respiración no se ha alborotado, sobre todo si, incumpliendo una de las más elementales normas de prudencia, subo solo al encuentro de la cima.

¿Qué tiene la montaña que salimos a su encuentro como poseídos por una atracción ineludible? Quizá únicamente en las alturas nos sintamos despojados de nuestro pesado equipaje de banalidades, enfrentándonos tal como somos (o como creemos que somos) a la verdad desnuda de las montañas. Allí arriba, como bien apuntaba Messner, “se caen todas las máscaras”. A veces, la imagen que nos devuelve no es agradable, pero el riesgo merece la pena. Al fin y al cabo, subir a una montaña supone vencer los miedos interiores, superar las dificultades, adentrarse en lo desconocido, una metáfora de la vida misma.

mejor tomar un desvío que nace entre el matorral a la derecha del telesilla y que permite ahorrarse un buen trecho de anodina pista

La primera parte de la ascensión nos encamina hacia el Alto de las Guarramillas (2.265 metros), la popular Bola del Mundo, con sus inconfundibles antenas de televisión, que parecen sacadas de la portada de «Objetivo: la luna», el clásico de Tintín. La mayor parte de la subida discurre por una pista asfaltada. Para todos los que, como yo, abominan de estas interminables carreteras de montaña, mejor tomar un desvío que nace entre el matorral a la derecha del telesilla y que permite ahorrarse un buen trecho de anodina pista, además de disfrutar de la compañía de pequeños grupos de mansos caballos que ignoran, y hacen muy bien, al extraño caminante.

Poco antes de llegar, nada más pasar una caseta que en invierno hace las veces de cafetería, a la izquierda del camino hay una cruz de hierro que nos anuncia la llegada al Alto de las Guarramillas, donde la ventolera suele dar la bienvenida al montañero. El grupo de antenas, protegidas por un vallado, se sortea para retomar a sus espaldas un sendero que pierde altura sin complejos camino del collado del Piornal, que ya se adivina en la distancia, casi 200 metros mas abajo. Regalar metros de desnivel a la montaña mientras subimos es una de esas cosas que cualquier montañero trata de eludir, pero en este caso es inevitable, pues el largo cordel es de paso obligado para alcanzar la cima de La Maliciosa.
La llegada al collado es inconfundible. Tras dejar atrás las ruinas de un refugio de piedra, un viejo plubiómetro de aluminio marca el lugar donde la pendiente se desliza indolente hacia Manzanares el Real. Un rincón ideal para que las vacas pasten a sus anchas. Ahora sí, toca subir de nuevo. Por delante, el camino discurre entre un paisaje pedregoso, el último esfuerzo (una hora y cuarto desde el puerto de Navacerrada) antes de coronar la cima (2.227 metros), señalada por uno de esos vértices geodésicos que ha jubilado el GPS (su destrucción llegó a estar penada por ley, e ignoro si a estas altura lo sigue estando). Pronto se recupera el resuello necesario para deleitarse con las magníficas vistas de la sierra de Guadarrama. Ningún otro lugar como la cima de una montaña para disfrutar, sentado sobre la roca aseada por el viento, de un bocadillo (abstenerse de barritas energéticas) y un trago de agua sintiéndote, por unos minutos, dueño de tu destino.

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Comentarios (3)

  • eva m.

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    Comparto tus reflexiones sobre la grandeza de las montañas y sobre el respeto con el que debemos enfrentarnos a ellas, Ricardo. Efectivamente, alli arriba no hay simulacion que valga.

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  • ricardo coarasa

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    Gracias Eva. Cada uno vive la montaña a su manera. Para mí son parte de mi memoria sentimental y una imprescindible inyección de libertad. Algunas cimas han marcado mi vida y lo siguen haciendo.

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