Estoy sentado en la terraza de un bar del Waterkant, uno de mis barrios favoritos de Ciudad de Cabo y que tiene la particularidad de que en una parte es también la zona de ambiente gay de la ciudad. Particularidad porque es el único barrio de ambiente declaradamente homosexual, abierto y sin esconderse que existe en toda África (salvo mención de algún lector, yo no conozco otro en el que las banderas arco iris cuelguen de las fachadas en este continente). Una muestra más de que Sudáfrica está algo más avanzada que el resto de sus vecinos en temas sociales.
A mi lado se sienta una pareja mixta, un negro y una blanca, lo que me llama la atención porque en año y medio me ha sido más fácil encontrar una cebra y una jirafa pastando juntas que contemplar esta escena. Los miro y comienzo a reflexionar sobre el tema más importante del país: el racismo. Como lo solucionen marcará su futuro.
Aterricé en Sudáfrica con el juicio racista hecho de antemano y haciéndome una fácil composición de lugar que me facilitaría las cosas para entablar relaciones: los negros, no criminales, son buenos y los blancos son muy malos. Era tan sencillo de usar y estaba tan constatado que al llegar tardé un minuto en aseverar la realidad de mi juicio. Recogiendo las maletas tenía ya decenas de indicios como para escribir un relato. Ya podía escribir de Sudáfrica, sin salir del aeropuerto, y explicar que no hacía falta venir aquí para reflejar lo que ya sabía a 10.000 kilómetros de distancia. Año y medio meses después hay tantos matices que, aunque mantenga muchos de los titulares, reconozco que todo lo que escribí al principio es revisable por falta de información (cosas del directo). En todo caso, como atenuante usaré que era honesto.
El pueblo boer y Mandela
Para contar mis impresiones sobre este complicado tema usaré a los protagonistas, sus palabras. Varias anécdotas que sirven para comprender el enloquecido juicio de peras y manzanas que se produce aquí versión colores. Recuerdo que en Barrydale, pueblo del desierto del pequeño Karoo y zona boer, cerrábamos la noche en un bar y se produjo una conversación con estos protagonistas: dos jóvenes boer, tres boer mayores, un matrimonio inglés ebrio y un servidor. De pronto, no recuerdo la razón, los dos jóvenes boer afirman “Mandela es el personaje más importante de la historia de Sudáfrica, le debemos mucho”. Me quedé helado, no esperaba oír en esa localidad de blancos que se han retirado al desierto a mantener la distancia una frase así. Los tres boer mayores callaron con gesto molesto y los jóvenes siguieron con una conversación que desembocó en la identidad del país. Nadie parecía querer pronunciarse hasta que el borracho inglés, que contó que llevaba ocho años viviendo aquí, aseveró: “Este país tiene una negatividad enfermiza. Se pasan ustedes los días destacando los problemas y hablando de sus conflictos. Es un lugar maravilloso, donde se vive en paz, pero ustedes son muy aburridos. Me voy a dormir”. Se levantó, recogió a su mujer casi del suelo, que se cayó al incorporarse, y se fue a la habitación. El resto, ya todos Boers menos yo, dijo “tiene razón” y cinco minutos después siguieron los pasos del british pero sin tanto tropiezo.
Nosotros (boers) no tenemos problemas con los mestizos, siempre nos hemos llevado bien y respetado. Con los negros es más difícil, son distintos
En ese mismo viaje al corazón afrikáner, comí en casa de una escritora encantadora, Crhistine Barkhuizen, que escribe aún en la lengua de sus ancestros. Viaja por todo el mundo y cuando vuelve a su tierra se recluye en una granja apartada del mundo. “Nosotros (boers) no tenemos problemas con los mestizos, siempre nos hemos llevado bien y respetado. Con los negros es más difícil, son distintos”, me dice. ¿Hay mezcla con los mestizos? “No, cada uno vive por su lado, pero no hay conflicto”, responde.
La abuela que prefería no hablar con su nieta
En otra ocasión, hablé para un reportaje en El Mundo con varios extranjeros negros que vivían en Ciudad del Cabo. ¿Son racistas en Sudáfrica? No olvidaré la respuesta de un taxista congoleño que es quizá la mejor que me han dado: “Aquí son racistas todos contra todos”. Ni tampoco la que me dio mi buen amigo Douglas, camarero de Zimbabue: “Yo me llevo mejor con los blancos, para ellos no soy un problema. Los negros sudafricanos son los que me odian porque les quito el trabajo”. Otra vez que los matices cambian mi impresión inicial de buenos y malos.
Contaré un último caso. Conocí a una periodista cuyos abuelos lucharon en las terribles guerras anglo-boer de principios del siglo XX (blancos contra blancos). Ella era afrikáner y sus padres, años después del conflicto, emigraron a EE UU. “Cuando venía de vacaciones cada año yo era la favorita de mi abuela, me pasaba el día con ella pegada a su regazo. Nunca pudimos hablar porque ella hablaba afrikaans y yo inglés y nos comunicábamos por señas. Años después de que muriera, supe por mis padres de que sí que hablaba inglés pero que se negaba a usarlo. Varios de sus familiares murieron en los terribles campos de concentración donde los británicos encerraron a los boer durante el conflicto. Lo increíble fue saber que prefería no hablar con su nieta que usar la lengua del enemigo”, me reconoce emocionada.
Estos ejemplos, son una forma de resumir el enloquecido conflicto racial sudafricano que demuestran que no era tan sencilla la ecuación de colores y de buenos y malos. Sudáfrica vive condenada por su pasado racial pero hoy es más un ejemplo de tolerancia, si se analiza, que de xenofobia (pese a todo). Ningún país del entorno ha sido capaz de cerrar así sus heridas y mantener una razonable convivencia entre los opresores y los oprimidos, ninguno. Casi todos pasaron el conflicto más duro tras la descolonización, el étnico entre los liberados (Zimbabue, Mozambique, Angola, Uganda, Ruanda…) Espero que mi próxima cerveza en Ciudad del Cabo me llamé sólo la atención si la comparto con una cebra y una jirafa.