Viajé a Mongolia para mirar a los ojos a esa gente que vive a 40 grados bajo cero en mitad de la llanura, a esa gente que tiene tan poco apego a las cosas que cambia su casa de sitio cada seis meses.
No quiero más comida enlatada y me acerco a un ger, típica casa mongola, redonda, cubierta con lonas y aislada con filtro (pelo de oveja). Dentro hay dos niñas, el hermano mayor y la madre. Me llevo la mano a la boca para indicarles que quiero comer
Mongolia presume de soledades, de estepas que apuntan a la nada, de horizontes en voz baja, donde nadie lamenta tanto desierto porque, sencillamente, no hay nadie. Es como un país en coma inducido por sus paisajes yermos, un lugar de paso, el eco de los pastores, que no se detienen, tal vez para no sentir de golpe el desamparo.
Una infinidad de picos se ven en lontananza, además de dos glaciares de tamaño imponente justo debajo nuestro… Nos encontramos en un punto casi fronterizo pisando terreno de Mongolia, pero muy cerquita vemos China, Rusia y Kazajistán, !que pasada!
El placer de la nada. En Mongolia es posible conducir con los ojos cerrados durante un buen rato. Habíamos dejado atrás Ulán Bator y ya sólo teníamos por delante un horizonte limpio, un paisaje vacío y una sensación de libertad desbordada.