El Tajín: el enigma de la pirámide de los nichos

Hemos llegado a El Tajín, arqueología engullida por la selva, pulso ancestral entre piedras y malezas, dejando atrás lluvia, calor, otra vez lluvia, y una tienda tras otra de abarrotes en los arcenes, salpicados de vendedores ambulantes de sandías. Por Ricardo Coarasa.

Hemos llegado a El Tajín, arqueología engullida por la selva, pulso ancestral entre piedras y malezas, dejando atrás lluvia, calor, otra vez lluvia, y una tienda tras otra de abarrotes (nuestros ultramarinos o colmados) en los arcenes, salpicados de vendedores ambulantes de sandías que ofrecen respetuosos su mercancía a los automovilistas. México, me reafirmo, es un país fascinante, rocambolesco, de geniales retazos surrealistas. En un viaje por carretera no hay margen para el aburrimiento.

El entorno de El Tajín, “el lugar donde se venera al dios del trueno”, es majestuoso, arrancado a machetazos a la maleza de la sierra papanteca con paciencia de orfebre desde que, en 1785, un inspector español descubriera los primeros restos cuando buscaba plantaciones ilegales de tabaco. Así se escribe la historia en ocasiones. Cuando llegaron los conquistadores, estas piedras mudas eran el hogar de los totonacas, aunque parece improbable que sus antepasados edificaran esta ciudad y centro ceremonial que vivió su máximo apogeo entre los siglos IX y XII de nuestra era. Era una urbe de artesanos, de agricultores, de comerciantes y sus tentáculos llegaron a la mismísima Teotihuacán, de la que hablaremos en otra ocasión.

La humedad asfixia cada paso. El mínimo esfuerzo te empapa de sudor. Esa misma humedad espolea, ahora y siempre, la incesante expansión de la selva veracruzana, que se echa encima de las pirámides y los templos, durante muchos años escondidos a la curiosidad humana. Gracias a Dios, quizá a Quetzalcóatl, su principal divinidad, el sol sólo castiga al final del recorrido, cuando el aire se espesa hasta dejarse casi masticar en cada bocanada.

Caminamos entre piedras que, como apuntó Octavio Paz, «están vivas y bailando»

Caminamos entre piedras que, como apuntó Octavio Paz, «están vivas y bailando». La pirámide de los nichos destaca entre todas las construcciones con sus 18 metros de bloques de piedra tallada. Fue uno de los últimos edificios en levantarse y es, quizá, el mejor conservado. Consta de siete pisos repletos de “nichos” que desafían la imaginación del viajero, que adivina la importancia religiosa que debió tener en su día pero no se atreve a aventurar hipótesis sobre su significado ritual mientras sus ojos se pierden en la evocadora escalinata de influencia maya. Esta pirámide, no hay duda, es la imagen por excelencia de El Tajín. La profusión de compartimentos idénticos despiertan de inmediato la curiosidad del visitante, que atisba la carga simbólica de esta construcción que cuenta con un “nicho” por cada día del calendario azteca, 360 en total descontados los cinco días considerados nefastos por los sacerdotes. Su simbolismo religioso es indudable, pero ¿cuál era su función? ¿Estamos ante un gran calendario ritual? Algunos investigadores apuntan que los totonacas situaban por las noches velas en cada nicho según iba avanzando el año. Esas luces titilantes seguro que otorgaban a la pirámide un aire espectral, intimidatorio, que quizá subrayaba su magnetismo religioso.

Sólo la magnífica cancha del juego de la pelota, una de las once que se han descubierto en este sitio arqueológico (lo que le valió el sobrenombre de “la Olimpia mexicana”, consigue distraer por un momento la atención. Obligado añadir unas líneas sobre este divertimento a vida o muerte que representaba la cosmovisión indígena y servía, de paso, para alimentar la voracidad de los dioses con víctimas humanas. Únicamente los más puros podían tomar parte en este juego introducido por los olmecas y cargado de simbología, en el que dos parejas intentaban introducir una pelota de caucho de apenas un kilogramo de peso por un agujero de reducido diámetro, golpeándola únicamente con la rodilla, la cadera y el codo.

Pero existía otra versión del juego que no terminaba en la piedra de los sacrificios. En este caso podía participar cualquier persona y en cada graderío se situaban los que apoyaban a uno u otro bando, generalmente ricos comerciantes. Quien ganaba subía a las gradas donde se encontraban quienes habían apostado por el perdedor, les despojaba de todo aquello que pudiese guardar en una bolsa y luego entregaba el botín a su «entrenador».

Las instalaciones que rodean estas excavaciones -todavía incompletas, pues la maleza esconde un buen número de pirámides perennemente «dormidas» a la espera de que el dinero permita sacarlas a la luz-, fueron inauguradas en 1992 por el entonces presidente de la República, Carlos Salinas de Gortari. Salinas de Gortari acabó su mandato con un hermano entre rejas por corrupción y los mexicanos no guardan precisamente un grato recuerdo de su prócer. Una mano anónima se ha encargado de borrar su nombre de la placa que recuerda la efeméride.

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