Tras las huellas de una auténtica exploradora

Freno, me doy la vuelta y veo que su moto está en el suelo. No hay movimiento. No se levanta. No me hace señas. Me asusto de verás, vuelvo grupas y acelero. Voy gritando su nombre por si me puede escuchar. Por Miquel Silvestre.

Cuando decidí hacer el viaje con Alicia Sornosa mucha gente se extrañó. ¿Por qué un tipo que siempre viaja solo y con más de 70 países en sus maletas iba a dar la vuelta al mundo con una mujer sin apenas experiencia motociclista? Traté de explicar que para mí ese era el verdadero desafío. En broma me definí como el sherpa de la primera española en dar la vuelta al mundo en moto. “Si consigo que ella complete el círculo, entonces puedo hacer que lo haga cualquiera”, bromeé en la intimidad de algún garito de copas.

Era un chiste, claro está. Las verdaderas razones las expliqué aquí mismo. Vi en ella una determinación especial, un deseo trascendente de lograr algo grande y difícil por sí misma, y al mismo tiempo había una gran ignorancia de lo que podía suponer semejante reto para ella. Por eso acepté. Para ser observador privilegiado de una transformación. Una ola, la llamé entonces. Predije que una ola vendría y la revolcaría obligándola a pelear duro para sobrevivir. Y entonces sería otra, habría
aprendido algo y yo estaría allí para verlo. ¿Egoísmo por mi parte? Sí, lo reconozco. Soy escritor. Quería presenciar esa lucha, el sufrimiento y la victoria. Una ola llegaría, como me llegó a mí. Lo que no supe entonces es que esa ola sería en realidad un millón de piedras.

Moyale es una ciudad dividida entre dos países: Etiopía y Kenia. Famosa entre los overlanders porque aquí se acaba el asfalto y comienza una pista terrible

Moyale es una ciudad dividida entre dos países: Etiopía y Kenia. Famosa entre los overlanders porque aquí se acaba el asfalto y comienza una pista terrible, legendaria por su dificultad. Incluso viajeros reputados como Luis Oromí las pasaron moradas. Recuerdo su consejo para hacerla: entrega las maletas a algún camionero y viaja sin equipaje. Sin duda es una buena recomendación. Pero yo soy duro de mollera. Para mí un viajero en moto siempre carga con su impedimenta.

Si no puede con ella, entonces no es autosuficiente y mejor cargar la moto entera. A veces esta cabezonería me causa serios problemas, como cuando me interné en la Costa de los Esqueletos de Namibia solo y casi sin agua. Aquello fue una de las veces que más cerca he estado de morir por mi imprudencia.

Pero esta vez es diferente. Viajo con Alicia. Ella confía en mí para completar su sueño de dar la vuelta al mundo en moto y ser la primera española en lograrlo. ¿No será demasiado para ella este infernal tramo africano que atemoriza a los más bragados motoristas? ¿Y si se rompe ella o su moto? ¿No seré yo acaso responsable de lo que suceda si la empujo a la insensatez de viajar por aquí con tanto peso y sin apenas experiencia off road?

Nos alojamos en un hotel horrible donde también están una pareja de brasileños y un holandés que viajan en una BMW 1200 Adventure y una Africa Twin respectivamente. Ellos ya han decidido meter las motos en un camión para pasar la pista de Moyale a Isiolo. Me parece una decisión apresurada y demasiado conservadora. ¿Para qué venir a África sin intentar la Moyale Highway? Nosotros nos negamos a aceptar el trato. Alicia me sigue en el empeño. Es su decisión y su responsabilidad pues he sido muy claro respecto a los riesgos que corre. Pero esta chica es valiente, decidida y quizá también algo insensata.

En Kenia la pista comienza inmediatamente con un acusado descenso. Resulta complicado para Alicia por su menor experiencia pero sobre todo por su moto, mucho más baja y rígida. El modelo es menos apto para el todo terreno que el mío. La senda baja rota debido a las pasadas lluvias. Esta remota región ha sufrido una sequía de tres años hasta que en el 2011 se han abierto los grifos del cielo y las inundaciones arrasaron con campos, casas, puentes y caminos.

La pista a veces da la impresión de ser un río de lava sólida; en realidad es fango endurecido. Algunos camiones nos adelantan a toda velocidad cubriéndonos de polvo. Son los Mitsubishi blancos con lona verde que transportan mercancías a un lado y otro de la frontera. Llevan siempre una carga pesada y un numeroso grupo de pasajeros arracimados en los alto como en un gallinero.

Topamos con una larga fila de ellos. Los adelantamos y vemos que la causa del colapso es que uno de ellos ha volcado y el único paso es una senda estrecha que bordea un profundo y largo charco. Solo pasan peatones. Me bajo a examinar y creo que no hay problema para las motos. Mientras me siento en la mía para intentarlo veo como una larga fila de muzungus (blanco en suahili) camina por el senderillo cargando sus equipajes. Son turistas que viajaban en un autobús de Kenia a Etiopía. Les habrían prometido una aventura en la pista de Moyale y a fe mía que la estaban teniendo. Aunque a juzgar por sus rostros desencajados no parece que les esté gustando mucho. Los muchos africanos allí congregados me dicen que la carretera es muy mala, que llueve mucho.

—Si llueve, me iré a dormir—bramo desafiante.

Risotada general. Estos tipos piensan que los occidentales somos todos blandos y estúpidos. Y puede que sea así, pero no siempre y en todo momento. Hoy por lo menos no va a ser mi día de estupidez y blandura.

Alicia y yo nos mantenemos en contacto por los intercomunicadores BMW para irnos informando de cómo va todo. Yo suelo ir delante anticipándole los obstáculos, aunque a veces nos distraemos con la conversación y me olvido de que ella no maneja igual que yo. En un momento dado dejo de escucharla. Freno, me doy la vuelta y veo que su moto está en el suelo. No hay movimiento. No se levanta. No me hace señas. Me asusto de verás, vuelvo grupas y acelero. Voy gritando su nombre por si me puede escuchar. Entonces oígo como los aparatos inalámbricos enlazan de nuevo y luego resuena su voz en mis oídos.

—Estoy bien, estoy bien—ríe—, ha sido una zanja que no me has avisado. He frenado en seco y la rueda delantera se ha bloqueado.

—Joder—exclamo—¿y por qué coño no te mueves?

—Porque es mi primera caída—explica tranquila—, y quiero que me filmes tirada en el suelo.

En la inmensidad del páramo parece haber desaparecido toda vida humana, pero estamos tranquilos. El oficial de inmigración nos ha dibujado un sencillo mapa donde a 80 kilómetros situó a Sololo y 40 después Turbi, una mínima aldea donde nos había asegurado encontraríamos un buen hotel regentado por el director de la
escuela primaria. A este ritmo creo que llegaremos todavía de día.

Tras superar el último desnivel divisamos al fondo varios chamizos miserables. Es Turbi. En la entrada hay un control policial

El sol se está escondiendo cuando acometemos el descenso de unas colinas. El escenario es prodigioso. La lluvia ha hecho verdear el desierto y con el ocaso la rala vegetación centellea. Tras superar el último desnivel divisamos al fondo varios chamizos miserables. Es Turbi. En la entrada hay un control policial. Los agentes nos detienen y nos preguntan a donde nos dirigimos. Contestamos que a Nairobi pero que vamos a dormir aquí y ellos asienten. Siendo así, vienen a decirnos, no hay inconveniente.

Por su forma de hablar tengo fundadas sospechas de que no nos habrían dejado pasar si hubiésemos intentado seguir viaje. La zona no es del todo segura. Ahora mismo nos estamos alejando de la frontera con Somalia, pero en los primeros tramos hemos estado muy cerca, quizá a sesenta kilómetros. Entre las amenazas de Al Shabab y los bandidos locales, este trayecto no está exento de riesgos. No quiero decir que sea peligroso, o que sea mucho más peligroso que otros trayectos africanos, pero no se pueden despreciar esas amenazas potenciales.

En las semanas pasadas unos turistas fueron heridos de bala en esta zona septentrional del país. En cualquier caso, esto es como todo, una cuestión de probabilidades. Cuando salimos de casa siempre existe un porcentaje determinado de probabilidades de no volver. A veces ese porcentaje aumenta o disminuye, pero respecto a la seguridad general de Kenia tengo que decir que cada año son decenas de miles los turistas que vienen. Estoy convencido de que corren menos peligro que en España. No es noticia que a un turista británico le roban o golpean en Benidorm, sin embargo sí lo es que le suceda lo mismo en cualquier país de África. La prensa magnifica los ataques aislados.

Hemos aparecido en lo que podría describir como un pueblo del oeste americano de las películas. Polvo, calle sin asfaltar, frágiles edificaciones de madera y una sola planta. Rodamos hasta lo que parece el hotel, pues así lo pone en un cartel: “Seven Hills Hotel”. En realidad es un restaurante muy básico, construido con adobe pintado de azul. El interior es de tierra pisada sobre la que se amontonan sillas de plástico y en las paredes luce una decoración bizarra que mezcla Islam y fútbol.

Las moscas omnipresentes y el aroma a té completan el cuadro. El dueño es un joven africano, musulmán y fanático del Chelsea. Pregunto por el director de la escuela. Me dirigen a un tipo gordo y oscuro que masca una gran bola de mirra, una variante local de kat, planta rica en alcaloides que les mantiene despiertos y sin hambre. El maestro tiene los ojos inyectados en sangre y apenas puede articular palabra. Debe llevar varias horas rumiando esa venenosa yerba de comercio legal en
Kenia.

Dos camas de madera. Piso de cemento. Una ventana sin cristales protegida de los animales por una malla de alambre y unos postigos hechos con tablones. La puerta cierra con un candado. No hay bombilla, ni agua, ni electricidad. Para que Alicia pueda asearse le traen un cubo de agua y una palangana y si yo quiero ir al baño he de usar una letrina consistente en un agujero excavado en la tierra. Sin embargo tamaña simplicidad, el lugar nos gusta. Es real, inhóspito, remoto y genuino.

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