El viaje
“En una hornacina de uno de los palacios de Trujillo, frente a la plaza principal construida a mediados del siglo XVII, se encuentra esculpido el rostro de Francisco Pizarro, con facciones de barba rala”. Así comienza la interesante biografía que Stuart Stirling escribió sobre el hombre que puede que haya protagonizado la que puede ser la epopeya más grande de la historia. La ciudad es un museo que se extiende desde la plaza central y que crece por estrechas callejuelas que llevan al castillo y a la Iglesia de Santa María La Mayor. Justo enfrente de ésta encontramos la conocida como Casa de los Pizarro, hoy museo. A la derecha, tomando la calle de Los Mártires se llega al castillo. Da igual desde donde se observe esta localidad extremeña, es siempre historia en estado puro, como si uno viajara un tiempo detenido muchos años atrás. Trujillo es la cuna del gran conquistador y de otro español ilustre, Francisco de Orellana, el que junto a Gonzalo Pizarro (hermano de Francisco) acabó descubriendo ese “pequeño” caudal, pulmón del planeta, llamado Amazonas. Hoy nos detendremos en explicar al viajero la vida del hombre cuya tumba se encuentra en la catedral de Lima, en un nicho, sin apenas gloria (en otro reportaje hablaremos de esta fascinante ciudad).
El hijo de una puerca
Hay muchas incógnitas sobre los cimientos que pone Pizarro para convencer a la Corona española de sufragar una expedición al Nuevo Mundo. Los historiadores no se ponen de acuerdo en si el extremeño consiguió entrevistarse personalmente con el emperador Carlos V y si su, parece, pariente lejano Hernán Cortes tuvo algo que ver en el sí de la Casa Real. Sobre su relación con Cortes no parece que, al menos, terminara siendo fluida. Fue el secretario del conquistador de México el que lo desacreditaría años después diciendo que “era un expósito que había sido criado por una puerca”. En esta faceta de la vida de Pizarro nos detendremos en esta ocasión, en su vida antes de partir al istmo panameño, luchando para que su pasado no le cerrara todas las puertas.
Las dudas sobre la cuna de Pizarro comienzan en su fecha de nacimiento. Algunos escritos apuntan al 16 de marzo de 1476, mientras que otros dicen que fue en 1472 o en 1478. Sí coinciden todos los historiadores en que tuvo una infancia muy pobre, que no aprendió a leer ni escribir y que se dedicó a criar cerdos. Es todo un ejercicio imaginar cuando uno cruza la Puerta de Santiago, con su bello arco de piedra, lo que entonces era una barriada carente del señorío y palacios que allí se instalarían en los años posteriores.
Pronto, en 1492, coincidiendo con la marcha de las naves de Colón, se trasladó a Sevilla. Pero hay un primer dato importante en la biografía de Pizarro, la figura de su padre. Fue hijo del hidalgo Gonzalo Pizarro, un alto capitán de infantería que perdería la vida en Pamplona. “Hombre que dejara más hijos bastardos de los que podrían contabilizarse”, explica Stirling. No olvidaría él ese linaje. Tras la marcha a Sevilla, Francisco se alista en los tercios españoles y lucha bajo las órdenes del Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba, en Nápoles. Pero es en 1502 cuando el extremeño viaja por primera vez a América. No entraremos aquí en el largo periplo que vivió Pizarro en América, que le llevó a ser alcalde Panamá y a realizar dos primeros viajes de conquista de Virú (Perú), las ricas y legendarias tierras que había al sur. En 1529, el ambicioso conquistador regresa a España con el propósito de convencer a Carlos V de que financie una verdadera expedición a aquellas latitudes. Vuelve en ese momento a tropezar Pizarro con su oscuro pasado de su ciudad natal.
reclutar un contingente de tropas que lo más seguro es que viajara a un encuentro con la muerte
Pizarro, tras su oferta a la Corona de riquezas y nuevas posesiones, regresa desde Toledo a su ciudad natal, Trujillo, para reclutar un contingente de tropas que lo más seguro es que viajara a un encuentro con la muerte. Los habitantes del pueblo, describe detalladamente Stirling en su biografía, salen de sus casas a escuchar a un casi anciano de barba blanquecina que les habla de oro y plata al otro lado del mundo. Lo hace frente a la que fue la modesta casa de piedra (hoy casa museo) en la que pasó su niñez y en la que ahora vive su medio hermano, Hernando, único hijo legítimo de su padre. Para entonces, Pizarro ya ha conseguido uno de sus primeros propósitos, ser nombrado caballero de la Orden de Santiago, escudo que lucía con orgullo en su hombro. “Sólo algunos ancianos de la ciudad lo recuerdan como el hijo de la lavandera”.
Pero Pizarro sabe que su empresa depende de conseguir que un grupo de locos se sume a una más que arriesgada conquista. Allí, junto a dos indígenas que ha traído de América para que después le sirvan de intérpretes, un joven pariente llamado Pedro Pizarro, Alonso de Mesa y el griego Gandía, un gigante cuyo conocimiento de la pólvora le había asegurado el nombramiento de capitán de artillería, comienza una alocución cargada de simbolismo. Frente al ahora caballero de la orden más importante de España están su hermano Hernando y sus hermanastros Juan y Gonzalo. Francisco no los había visto nunca y se topa con una familia “tan soberbia como pobre”, según registró Fernández de Oviedo, quien describió a Hernando como “hombre de alta estatura y grueso; la lengua y los labios gordos y la punta de la nariz con sobrada carne y escindida”. Hay hoy una escultura funeraria en el cementerio de Trujillo en la que se contempla el único retrato real que de él se conserva.
Pizarro no olvida, mientras conversa en su casa familiar, que la puerta de aquel recinto está ahora abierta para él porque ha regresado allí con un mandato imperial y un sueño de fortuna. Unas semanas atrás, “ni uno solo de sus parientes había estado dispuesto a testificar en su nombre en la investigación sobre su linaje realizada por el fraile Pedro Alonso, formalidad que los oficiales de la Orden de Santiago exigían para los nuevos caballeros. Apenas unos pocos habitantes de la ciudad se habían ofrecido a hablar en su nombre”. Del documentado escrito de Stirling nos queda que en aquella importante situación para Francisco, los únicos que tomaron la palabra para hablar de sus orígenes y remarcar que era hijo de un hidalgo fueron “Inés Alonso, la vieja prostituta de la ciudad, que confirmó que había estado presente durante el parto de Pizarro en la barriada ubicada bajo las murallas del castillo de la ciudad”. Junto a Inés, otro habitante explicó que le había visto de niño en la casa del abuelo, el padre del capitán y otros remarcaron que era hijo de Francisca González, sirvienta del convento de La Coria. Aquella rutina, casi burocrática, puso a Francisco contra las cuerdas, aunque al final su ya demostrado sobrado coraje y las palabras de algunos vecinos consiguieron que se le reconociera un pasado digno de la Orden.
Inés Alonso, la vieja prostituta de la ciudad, que confirmó que había estado presente durante el parto de Pizarro en la barriada ubicada bajo las murallas del castillo de la ciudad
Sin embargo, el extremeño sabe que necesita reclutar gente para su largo viaje y permite que su advenedizo hermanastro Hernando le presente y figure a su lado. Cuando Francisco toma la palabra lo hace con su estilo recio, sincero y narra con crudeza algunos de los capítulos que a él le tocaron vivir al otro lado del Atlántico. Los hombres escuchan el relato con una mezcla de emoción y miedo. Algunos saben que los que ya partieron han perdido en muchos casos la vida y sólo el ejemplo de los que acompañaron a Cortes en su conquista de México, salidos de la vecina Mérida y que consiguieron regresar con riquezas, les hace soñar con un mundo de opulencia. Tras el franco discurso de Pizarro, 17 hombres de su pueblo deciden dar un paso adelante y se ofrecen a acompañar a Francisco. Ninguno lo sabía entonces ni lo supo en el resto de sus días, pero en aquel instante comenzó quizá la epopeya más grande que haya realizado el hombre.
Consejos prácticos
El viaje
Por la A-5 (autovía de extremadura), desviarse en el kilómetro 256.
A mesa puesta
Lo típico es comer en alguno de los restaurantes de la Plaza Mayor, pero nosotros recomendamos, pero pegado a la Posada dos Orillas hay un mesón restaurante de comida de excelente calidad y un bello patio exterior (siento no recordar el nombre, pero la indicación no tiene pérdida).
Una cabezada
La Posada dos Orillas es una excelente opción. Un alojamiento en pleno casco histórico, de bellas habitaciones y un patio donde tomar buenos desayunos.
Muy recomendable
Leer el libro de Stuart Stirling sobre Francisco Pizarro