Un accidente en el corazón del Gobi (parte I)

El placer de la nada. En Mongolia es posible conducir con los ojos cerrados durante un buen rato. Habíamos dejado atrás Ulán Bator y ya sólo teníamos por delante un horizonte limpio, un paisaje vacío y una sensación de libertad desbordada. Se fueron acabando las carreteras y nuestro guía Ganaa señaló un lugar indeterminado en la estepa. Tenía veinte años y una determinación impropia de su edad. Estábamos de buen humor. A veces la alegría nos alcanza por el mero hecho de no tener que compartirla. No había nadie más allí, sólo debíamos seguir la sombra del coche, perdernos aún más en el país menos habitado del planeta y eso nos reconfortaba porque a cada kilómetro que avanzábamos hacia la nada, sentíamos el privilegio de tener un paisaje para nosotros solos.

A veces el viajero sólo siente que lo es cuando no hay otros viajeros. Todos tenemos ese puntito ególatra que nos susurra en los lugares más apartados: “disfruta de toda esta soledad, es tuya”. Y así fuimos levantando un estela de polvo durante muchas horas, José Luis, Alfonso, Ganaa y yo, gobernando aquel paisaje interminable, la llanura que nos acercaba al desierto del Gobi.

El plan consistía en buscar a los pastores nómadas y negociar con unos cuantos dólares el hospedaje en uno de sus gers, esas viviendas cilíndricas cubiertas de fieltro. Suelen estar cubiertas por una tela blanca, visible en la distancia. Así localizamos dos viviendas en el camino. Una mujer que parecía tener ciento veinte años se excusó antes de decirnos que allí no podíamos dormir, porque estaba sola y necesitaba el permiso del patriarca. Empezaba a anochecer cuando localizamos varios gers al abrigo de una ladera pelada. Allí vivía una familia entera de pastores. Nos recibieron con un gesto que me pareció de otro siglo y entramos en su hogar, aliviados al ver que el termómetro empezaba a descender con virulencia.

Todos tenemos ese puntito ególatra que nos susurra en los lugares más apartados: “disfruta de toda esta soledad, es tuya”

Varios tapices decoraban el interior del ger. Había fotografías familiares, algún símbolo budista y hasta una televisión antigua, que cargaban en cada mudanza con la ilusión de que un día la prosperidad les permitiera llevar también un generador para poder encenderla.  Aquel ger tenía, como todos, una estufa central que mantenían con excrementos secos de animales. Nos ofrecieron vodka y carne de cabra. Ese sería el único menú de los próximos días. Ganaa ejerció de intérprete y de esa forma pudimos agradecer la hospitalidad de aquella familia que nos miraba con una mezcla de curiosidad y condescendencia. Ellos no hablaron mucho, más bien sonreían ofreciéndonos más vodka y luego se fueron a dormir.

Mongolia es un lugar silencioso. No hay ruido de motores, ni la algarabía de los pájaros, ni los pasos de los hombres. Aquella noche, ni siquiera aguantó mucho el crepitar del fuego. Se apagó la hoguera y la oscuridad se alió con el frío. Alfonso y yo compartimos un camastro tumbados en direcciones opuestas con una manta corta. El resultado fue una batalla de quejidos, reproches y tirones a la manta para ganar un centímetro de calor. Nuestros anfitriones dormían completamente desnudos y les imaginé sonriendo en la oscuridad al escuchar nuestras disputas.

La luz del día llegó implacable, sin una nube acompañando el cielo ni un árbol donde buscar sombra. Uno de los más jóvenes de la familia aceptó el desafío de enseñarme a cabalgar al estilo de los antiguos jinetes de Gengis Khan. El chico, un adolescente con el sentido del humor de un adolescente y la mirada pícara de un adolescente no hizo otra cosa que azuzar mi caballo provocándome un sobresalto permanente. Fue una mañana atípica.

Teníamos la intención de acercarnos a la zona más agreste del desierto. Si bien Mongolia es tierra de espacios inabarcables, lo cierto es que el paisaje se va modulando. Alcanzamos primero las ruinas de un monasterio devastado por esa mentalidad brutal de los soviéticos, que no podían soportar ninguna expresión de fe. De hecho, el país vio como asolaron durante la época comunista más de 900 templos. Otros templos como el de Erdene Zuu, en la antigua ciudad de Kara Korum, aún sirven de refugio a los últimos monjes budistas de Mongolia.

Decía yo que en Mongolia era posible conducir con los ojos cerrados, pero no dije que fuera una actividad recomendable. Escuchamos un estruendo lejano.

Más tarde nos asomamos a los acantilados rojos, desde donde se puede contemplar una planicie tan vasta que es imposible no sentir cierta congoja. También dejamos atrás lagunas saladas donde sólo los camellos son capaces de refrescarse.

Y poco a poco nos adentramos en el territorio del mayor desierto de Asia. Cruzamos una tierra decorada con los esqueletos de las reses hartas ya de tanto horizonte y tanta nada. Y avanzamos hacia el corazón del Gobi y seguimos un poco más. Alfonso y yo nos detuvimos a grabar una familia de pastores con sus cabras. José Luis salió con el 4X4 a tantear el terreno. Y este es un terreno infinito y al volante uno se siente en paz y se siente libre. Decía yo al comienzo del relato que en Mongolia era posible conducir con los ojos cerrados, pero no dije que fuera una actividad recomendable. Escuchamos un estruendo lejano.

-¡¡Daniel, Daniel!! -me gritó Alfonso con su acento argentino, señalando un punto en la distancia, -¡¡Allá, mirá, es José Luis!! ¡¡volcó, volcó!!

Y los dos echamos a correr.

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