Veracruz es un lugar para quedarse despojado de obligaciones y horarios, disfrutando del placer de reconciliarse con el tiempo, con las conversaciones sin atropellos. Veracruz es una ciudad con puerto, o un puerto con ciudad, donde arriar la bandera del estrés y languidecer escuchando leyendas y sucesos terribles que todavía inquietan el cadencioso día a día de los jarochos.
Un puerto como el de Veracruz es una delicia para el viajero. El malecón es un rompeolas de la ideosincrasia veracruzana, afable y hospitalaria, festiva y sensual, apegada a sus tradiciones. El paseo marítimo rezuma vida. En un ritual imperecedero, los marineros acodados en cubierta observan las idas y venidas de los paseantes y piropean a las chamaconas en edad de merecer, de mohínes calculados y requiebros que provocan suspiros en esta atmósfera tropical de buscavidas y vendedores ambulantes. A sólo unas millas de aquí se encuentra la isla de los sacrificios, bautizada así en 1518 por la expedición de Grijalva, precursora de la de Hernán Cortés, por ser el primer lugar donde encontraron indicios de sacrificios humanos en rudimentarios altares.
Si el puerto es el músculo de la ciudad, su corazón late en el zócalo, la tradicional plaza del pueblo heredada de los españoles. En sus terrazas concurridas por los turistas se confunden las conversaciones con el sonido de las marimbas mientras los camareros serpentean entre las mesas abriéndose hueco en el bullicio. Pero la terraza por excelencia de Veracruz es la del Café de la Parroquia, toda una institución jarocha donde el viajero está obligado a reposar sus atolondradas experiencias. Es un lugar para observar y sentirse observado, un crisol donde se funden visitantes y visitados, un cristal de aumento que permite tomar el pulso a la vieja ciudad de Veracruz, a sus leyendas y a sus recuerdos traumáticos, mientras se degustan un pescado a la veracruzana y una ensalada de guacamole aligeradas con un par de cervezas Superior. En la sobremesa, inevitable pedirse un lechero, el tradicional vaso largo de café con leche, aunque sólo sea por ver en acción al camarero servirlo con su particular maestría por encima de nuestras cabezas, el principal reclamo de este local convertido en un hervidero de charlas de idiomas dispares.
Hay leyendas que parecen reales y sucesos reales que parecen leyendas. Como el de Evangelina, la reina del carnaval veracruzano de 1983 que, seis años después, fue encarcelada por descuartizar a sus dos hijos
Ya digo que Veracruz rezuma leyendas con olor a salitre en la penumbra de las calles que abrazan el puerto. Sin duda una de las más conocidas es la de la condesa de Malibrán, que cuentan entretenía las ausencias de su marido con jóvenes amantes que, después, desaparecían como por ensalmo. Empeñada en tener hijos, recurrió a la brujería y la hechicera consiguió que tuviera descendencia, pero no la que esperaba, pues el bebé nació deforme, por lo que trató de ocultarlo. Su marido descubrió la dolorosa realidad al volver de uno de sus viajes y, cuando fue al encuentro de su esposa para pedirle explicaciones, la encontró retozando con uno de sus querubines. Los mató a los dos y ordenó a un criado que los arrojara al pozo de la finca, repleto ya de los cadáveres de los amantes de la condesa, una especie de mantis religiosa veracruzana. Pese a que el criado le advirtió de que el pozo era una cámara funeraria donde su mujer se deshacía de sus víctimas tras exprimirles de placer, el conde arrojó al mismo lugar los cuerpos de los dos amantes y de su propio hijo. Como no podía ser de otra manera, después enloqueció y paseó durante años su demencia por las calles del puerto implorando justicia.
Hay leyendas que parecen reales y sucesos reales que parecen leyendas. Como el de Evangelina, la reina del carnaval veracruzano de 1983 que, seis años después, fue encarcelada por descuartizar a sus dos hijos y esconderlos en unas macetas de su terraza. La musa del carnaval jarocho había sido abandonada por el padre de los pequeños e, inmersa en una espiral descontrolada de fiestas, drogas y bacanales sexuales, los días de vino y rosas de su reinado se fueron esfumando hasta que Evangelina se vio sola y sin un peso. El 6 de abril de 1989, su hermano avisó a la Policía, que encontró en dos macetas los restos de los pequeños, a los que habría matado a golpes al no poder soportar sus berrinches por la falta de comida. Condenada a 28 años de cárcel, en prisión se casó con un narco que después sería asesinado a puñaladas. Evangelina recuperó la libertad en 2008, pero su paradero es un misterio, tan inquietante como los gritos de los niños que de noche se escuchaban en el edifico de apartamentos de la Lotería Nacional, junto al parque Zamora, donde se produjo el doble infanticidio. Incluso sus fantasmas, jugando en las escaleras, se aparecieron a varios vecinos. En el imaginario veracruzano, Evangelina se convirtió en la versión jarocha del hispano “que viene el coco”, una amenaza con la que intentar meter en cintura a los niños rebeldes.
Cuando regresamos al hotel brujuleando por calles oscuras una voz nos sobresalta desde la penumbra de un zaguán. El joven descamisado, que a mí me parece el espíritu atormentado de uno de los amantes de la condesa de Malibrán, quiere saber si necesitamos ayuda. Seguimos nuestro camino. A lo lejos se escucha una ranchera que rasga el silencio de la calurosa noche.