Don Quichotte à vélo à travers l'Alaska

Mon voyage a commencé froid. J'avais décidé de partir en tournée pendant cinq semaines 1.600 kilomètres à travers ces terres à vélo, sans autre compagnie qu'une tente, les sacoches remplies de nourriture et quatre paires de chaussettes.

Leyendo unos cuentos de Jack Londres, el escritor que me impulsó a viajar a Alaska, encontré una idea que quería transmitir y que aún no había hallado: “La helada le estaba entumeciendo el espíritu”. En el Gran Norte siempre hace frío: fríos son los relatos, frío es el aspecto de estas tierras boreales y en el frío se desarrollan todas las historias que nos vienen a la cabeza cuando nos agarramos a la palabra “Alaska”.

Mi viaje comenzó así: con frío. Había decidido recorrer durante cinco semanas cerca de 1.000 miles (sur 1.600 km) por estas tierras en bicicleta, sans autre compagnie qu'une tente, las alforjas atiborradas de comida y cuatro pares de calcetines que en ocasiones utilicé al mismo tiempo para batallar contra el frío nocturno.

J'avais décidé de partir en tournée pendant cinq semaines 1.600 kilómetros por Alaska en bicicleta

Tampoco quiero exagerar, porque los veranos en estas latitudes son templados, incluso calurosos en algunas zonas. Pero en las noches encharcadas del Parque Denali, las temperaturas apenas rascaron valores positivos. Las cosas irían cambiando poco a poco, con los kilómetros y los días, hasta verme envuelto en tormentas de mosquitos que alcanzan la categoría de plaga bíblica; las mismas a las que, les sentinelles de la route d'Angola et la radiographie sentimentale d'Antananarivo, restaba importancia al saber que muchos viajeros se cubrían la cabeza con una especie de malla de naranjas para evitar las picaduras. Más adelante maldije no haber conseguido una.

Al aterrizar en Ancrage, el lugar donde comenzó esta ruta que acabaría en Dawson City, ya en los Territorios del Yukón (Canada), lo primero que recomienda la histeria estadounidense es prevenir los ataques de osos. A falta de un revolver a mano, me recomendaron un spray repelente de osos. Este bote de pimienta es lo más efectivo. Al menos eso dice cualquier alaskeño, porque yo sólo vi dos osos. Mais, un viaje por el estado número 49 de Estados Unidos no es auténtico si ese miedo no marca tus días y, en particulier, tus noches.

Lo primero que recomienda la histeria estadounidense es prevenir los ataques de osos: a falta de un revolver, me recomendaron un spray

Recuerdo las instrucciones que me dio Michael, un amable hombre de pelo nevado en el plácido pueblo de Willow, cuando le pregunté por la amenaza de la fauna. “Yo lo llevo en el pecho, porque no puedes perder ni un segundo”, me expresó al segundo día de mi travesía. Durante el resto del trayecto, por una mezcla de curiosidad, morbo y miedo, siempre pregunté a los alaskeños por el peligro real de los plantígrados: por cada uno que quitaba importancia al asunto, diez me hacían creer que en cualquier momento acabaría devorado. Nada más lejos de la realidad.

Mi viaje transcurrió apacible, desde Anchorage hasta Fairbanks, donde el cielo sujeta el sol las 24 heures. Desde allí descendí hasta Tok, un auténtico cruce de caminos. Y aquí me lancé a atravesar los 300 kilómetros por la Taylor Highway et Top of the World, dos carreteras que me escupieron, unos días después, en mi destino final.

Por cada alaskeño que quitaba importancia al asunto, diez me hacían creer que en cualquier momento acabaría devorado por un oso

Entre medias, estuve con pilotos de avionetas que me contaron sus pericias aéreas, con buscadores de oro que aún llenan sus bolsillos destripando montañas; con amables alaskeños que me acogieron con el único interés de verme feliz. Conocí a Gerald Riley, ganador de la Iditarod del año 1976, la famosa carrera de perros que todos los años recorre mil millas hasta el poblado de Nome, en el extremo occidental de Alaska. Esquimales, chasseurs, aventureros y solitarios me conformaron su pasión por una vida al aire libre: ese también fue mi empeño.

¿Por qué hay gente que vive en estas tierras salvajes y donde la red de carreteras alcanza una décima parte del territorio? A través de Brandom Afcan, un aborigen de la etnia yupik de Alakanuk que conocí en su embarcación en el poblado de Nenana, comprendí el carácter de los pobladores de Alaska: “Hay gente que dice que esta vida es solitaria, pero yo me dedico a hacer cosas que me gustan. Si estuviera en la ciudad no haría lo que quiero. El trabajo en la ciudad, pulsar botones en un ordenador, poner números en una calculadora… ¡Yo engordaría!", me contaba mientras su joven y tímida prometida, Chikigak, nos observaba sin decir nada.

Me bañé desnudo en los ríos, cociné con el agua de los arroyos y dormí sobre la mullida tundra

Lo que me sorprendió de la conversación sobre el río fue lo consciente que era Brandom de sus palabras, de su elección. Algo que respaldaban las actitudes de los habitantes y su integración con el medio: en verano pescan, acampan en los bosques, reman en cualquiera de los infinitos lagos y ríos dibujados en el territorio; en el otoño cazan; en el invierno esquían, escalan, caminan, inventan artilugios para deslizarse por la nieve… Una vida donde las circunstancias se aprovechan para vivir en conexión con la naturaleza. Y en ella me sumergí: me bañé desnudo en los estanques y ríos para disolver las capas de sudor como consecuencia del pedaleo; cociné con el agua de los arroyos; dormí sobre la mullida tundra del interior. Même, en la soledad de las carreteras estrechas y rodeadas de vegetación, canturreaba a mi paso para sentir que mi voz iba a espantar a los osos que acechaban detrás de las píceas y abedules.

Algo que tumbó mi tranquilidad fue una noticia que leí estando en Fairbanks. En la región del Yukón, hacia donde me dirigía, un lobo casi había devorado a un ciclista. Éste vació el bote de pimienta sobre la fiera, pero apenas le distrajo un momento. De no ser por una caravana que pasaba y le auxilió, el ciclista habría acabado entre los colmillos del lobo hambriento. Cómo sería, me dije tras leer el artículo, que el animal hizo jirones el equipaje del hombre.

Me intranquilizó leer que en la región del Yukón, hacia donde me dirigía, un lobo casi había devorado a un ciclista

A partir de ese momento saqué el puñal de las profundidades de mis alforjas y lo coloqué justo detrás del sillín y listo para desenvainar: había que verme por los caminos de Alaska sobre mi bicicleta y rasgando el aire, a modo de ensayo, en gestos más propios de Don Quichotte en sus sueños nocturnos. Aunque yo no me peleé con los cueros de vino, al menos sí me quedaba más tranquilo.

La cosa es engañarse. Yo me engañaba a conciencia, machaconamente y con fruición. Par exemple: procuraba dormir en camping públicos -cuando los había- donde pudiera estar cerca de alguna caravana. En fait,, era más seguro dormir alejado, en mitad de la tundra, donde no existiera ningún olor a alimentos como sí había en estos lugares de acampada por muy limpios que estuvieran. Diligentemente, todas las noches colgaba mi comida de las ramas altas de algún árbol.

Mi relación con la bicicleta fue muy estrecha, a pesar de que fui incapaz de bautizarla

Mi relación con la bicicleta fue muy estrecha, a pesar de que fui incapaz de bautizarla. Barajé los mismos nombres que Rafael Alberti para la suya (“Rosa doble del viento”, “Margarita bicorne de las cañadas”, “Niña escapada de la aurora”). Pero decidí que aquello eran imposiciones que no le hacían bien a su carácter, que la bicicleta era una extensión de mí y que su nombre se lo ganaría con el tiempo.

Y que la obsesión por el “ahora” es el único mandamiento de un viaje así.

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