Siempre termino volviendo a África. Primero con el corazón y el pensamiento; ondoren, con el cuerpo y las palabras. Quizás debería empezar a rastrear los orígenes de esta obsesión que me acompaña hace ya más de veinte años y que no se limita a un país, sino que abraza a todo el continente.
Namibian, como en otras regiones africanas, naturaleza y gente se me hacen inseparables. Me resulta difícil ver a los unos sin la otra o viceversa. Namibian, ere, sabana y desierto conforman con el Atlántico un arco iris de agua, arena y valles sobre los que vagabundean las tribus más antiguas de la Tierra mientras no se demuestre lo contrario. Muchas de ellas emigradas a causa de guerras, miseria y represión política de sus gobiernos respectivos. En última instancia, explotadas todas por el blanco —ahora también deberíamos incluir al «gigante amarillo»—, que huyó de Europa por las guerras de religión primero —sería el caso de los hugonotes— y para dominar el mundo más tarde, como holandeses e ingleses, que sometieron el sur del continente y donde impusieron el abyecto apartheid.
Podría contar muchas cosas de Namibia. Oraindik, no hablaré ni del Etosha Park ni de la Skeleton Coast ni de la Duna Número 45 ni de Katutura ni de las deslumbrantes puestas de sol. Me limitaré a una descripción «comparativa» entre dos plazas: una valenciana y otra namibiana.
Siempre termino volviendo a África. Primero con el corazón y el pensamiento; ondoren, con el cuerpo y las palabras
Hacía un par de semanas que había vuelto de ese país sudafricano y todavía padecía Valencia aquel atardecer un calor asfixiante, más propio de este colapso climático que nos ha tocado en mala suerte. Una serie de compromisos me habían llevado a la Plaza del Patriarca, donde está ubicado el primitivo edificio de la Universidad de Valencia. Me sorprendió la forma en que «volaba» la vida, pues criaturas de corta edad corrían arriba y abajo bajo la atenta mirada de sus cuidadoras, madres y abuelas; también de algunos padres y abuelos. Pertenecientes todos a una burguesía que habita ese barrio donde han abierto tienda las firmas más caras del mundo.
De forma inconsciente, mi recuerdo «voló» a otra plaza del Kaokoveld rodeada por un «kraal». Dejadme que os aclare que un «kraal» es un cercado en cuyo interior hay cabañas habitadas. Suele ir asociada al corral y la ganadería, aunque la palabra «kraal», de origen zulú, nada tiene que ver con nuestro «corral», a pesar de que fonéticamente nos lo recuerde.
Yo había ido para conocer a los himba, habitantes del lejano noroeste de la región. Aun siendo invierno y llegar muy temprano, ya hacía bastante calor. Solo me encontré con mujeres y niños de todas las edades, ya que los hombres habían marchado con el ganado en busca de pastos y humedad o a trabajar en las minas propiedad de los blancos o a luchar contra países vecinos o a buscar «refugio» en el «continente rico». Acaso muchos de ellos habían muerto de sida o en alguna batalla; o habían sido hechos prisioneros y, beraz,, esclavizados. El único hombre que quedaba en el poblado, el anciano jefe de la tribu, había sido ingresado en un hospital a causa de la malaria y murió un par de días después.
El único hombre que quedaba en el poblado, el anciano jefe de la tribu, murió de malaria un par de días después
Han bizitza poliki doa. Gaur goizean, emakumeek lokatz nahasketarekin osatzen dituzte gorputzak eta ileak, tintes naturales y hierbas aromáticas que las embellecen y perfuman, así que su piel deviene brillante como el cobre: una lección magistral de erotismo. El resto del día elaboran alhajas y confeccionan faldas sentadas a la puerta de sus cabañas mientras mantienen una productiva cháchara.
Son cabañas donde guardan sus escasas propiedades, donde se mantiene encendido todo el día un fuego protector. No describiré sus faldas —expresión de estatus— ni las habitaciones donde duermen, puesto que viven literalmente al raso. Sí que querría, Hala ere, decir algo de la chiquillería —sagrada para los adultos—, que tiene adjudicadas tres tareas: jugar, cuidar de las aves del corral y buscar agua subterránea para no morirse de sed en medio de la sequía.
La chiquillería tiene adjudicadas tres tareas: jugar, cuidar del corral y buscar agua subterránea para no morirse de sed
Debían de ser las ocho de la tarde cuando empezó a llover a mares en la plaza de la vieja universidad valenciana. En un «batir de párpados» desapareció todo el mundo: chiquillería, cuidadoras y familias. La explanada se sacudió ligeramente el calor de encima, cuando ya los pequeños habían encontrado cobijo en casa donde posiblemente les esperaba un potente aire acondicionado, sofisticados juegos de ordenador, móviles de última definición y una cola «green» o un zumo elaborado con «productos orgánicos».
Bitartean, supongo que como la señal horaria de Namibia es cercana a la nuestra, la chavalería himba ya estaría acostada a la puerta de casa, muy probablemente muerta de sed. Orain, Seguru nago hori, por no haber llovido en absoluto y tener una contaminación casi nula, debían de estar disfrutando de todas las estrellas del cielo iluminándoles la cara y el cuerpo sin necesidad de maquillajes y con una luna tan grande como una sandía peinándoles con arena los sueños.