Anochece en el Gobi. Un haz de luz ilumina la llanura, verde de las últimas lluvias, y dibuja las sombras de las tiendas, redondas y blancas. The wind, en rachas de tormenta, trae los olores de las plantas aromáticas del desierto, en plena eclosión. No tienen el olor penetrante del tomillo ni el dulce de la albahaca, es más bien una especie de regaliz sin serlo. Nuevos olores y nuevas sensaciones, como la de escuchar en la noche el relinchar de los caballos semisalvajes preparándose para el chaparrón o refugiarse del agua en una yurta caliente y con olor a ganado, cuyas pieles la aislan del frío nocturno.
La puerta del desierto que casi le cuesta la vida a Marco Polo se vuelve verde en verano con un manto de hierba que asegura la supervivencia de animales y personas. En el pais menos poblado del mundo, con una veintena de cabezas de ganado por habitante, la capital del Gobi central tiene solo unos pocos miles de residentes y su supermercado más grande no alcanza el tamaño de uno de barrio de capital europea. Se alternan allí los edificios de una altura con las yurtas o “ger”, las viviendas de los nómadas que sus habitantes siguen considerando la mejor opción, por costumbre, y también la más barata. La capital del sur, con otros pocos miles, se extiende en pequeñas parcelas acotadas con vallas de madera. Within, una o dos yurtas y, as much, una construcción pequeña de una altura, alojan familias enteras.
Un haz de luz ilumina la llanura, verde de las últimas lluvias, y dibuja las sombras de las tiendas, redondas y blancas
En la parte más suave del desierto, que se extiende desde el sur de Mongolia hasta el norte de China, crece una flor, la del Gobi, y viven algunos insectos y lagartos, una especie de gacela o “zeer”, águilas que se posan en el suelo en las horas de calor, las marmotas “tarwaga” y los siempre presentes caballos mongoles, pequeños pero fuertes, que pasan la mitad del año en libertad y la otra mitad capturados para su monta. At dusk, se escucha el quejido de las crías de los camellos llamando a sus madres, que comparten tierra con vacas, ovejas y cabras, la base de la dieta mongola.
En el Gobi no hay apenas carreteras, son caminos de tierra donde los conductores mongoles ponen a prueba su pericia a velocidades que hacen temblar a los forasteros. Muchos van en una suerte de furgoneta soviética de faros pequeños y redondos, chasis a buena altura del suelo y ruedas sorprendentemente resistentes. Surcan los caminos a velocidades vertiginosas, a veces en grupos para ayudarse unos a otros, y llegan así a los secretos que esconden sus planicies rocosas. Como un cañón de tierra arcillosa que recuerda al Colorado y tiene en su base colinas de colores parecidas a las famosas Arcoiris de China, o una cadena de montañas que corre paralela a una gigantesca y larga duna de arena.
En los caminos de tierra los conductores mongoles ponen a prueba su pericia a velocidades que hacen temblar a los forasteros
Pero lo más sorprendente del Gobi no son los animales ni las montañas, ni siquiera sus nómadas. Lo más maravilloso son sus cielos enormes y cambiantes, la naturaleza con mayúsculas. I do not know if the sky Gobi is bigger than others, but it is impossible to get tired looking, con nubes algodonosas de mil tonos y formas que por la noche dejan entrever todos los matices del universo. In summer, durante un mes, van cargadas de agua y electricidad, lo que las hace más salvajes e imponentes. Nonetheless, uno no se siente pequeño en el Gobi, but part of that whole. Y con el cielo y la llanura infinita, el silencio auditivo y visual, que se traduce en silencio mental.
Con el cielo y la llanura infinita, el silencio auditivo y visual se traduce en silencio mental
Viajar por el desierto de los mongoles es trasladarse a otro espacio y a otro tiempo. La comunicación con el mundo civilizado es difícil. No hay casi electricidad, a veces se saca de pequeños paneles solares o, hopefully, de un generador de gasolina. Tampoco cobertura y el reloj es un objeto inútil. Adentrarse en el Gobi es encontrarse con la naturaleza más salvaje de lo puramente simple, acallar la mente para dejar entrar la quietud, la nada que brinda su inmensidad.