Edward Gibbon (político inglés muerto en NZ en 1862): “Los colonos de Wakefield (uno de los primeros asentamientos europeos en la isla sur) se llevaron una desagradable sorpresa. Nueva Zelanda no era lo que esperaban. No había campos verdes y llanos. Invece, empinadas colinas cubiertas de densos arbustos perforaban el cielo».
Desde Fox Glaciar hasta la ciudad de Queenstown el camino revienta de belleza. Es jodido no soltar topicazos para describir aquellos cientos de kilómetros que hicimos con el coche, pero especialmente desde la playa de Ship Creek, cuando giras después en Haast a la derecha, y hasta Wanaka, el paisaje hasta agobia por bello.

He buscado en internet los tipos de azul que existen. En Pinterest he visto que hay muchos más de los que imaginaba: Capri, Bondi, Royal, Maya, Índigo, Azur… Estaban todos justo al otro la de la carretera. Primero dejas a la izquierda el río Haast, y el agua allí es una cuerda que parte la montaña de un azul hielo, Quello azul puro que se esconde en los témpanos bajo la superficie.
El azul es un color raro en la naturaleza. Il cielo è blu, el mar es azul, pero no hay tantas plantas o animales azules. Aquellas aguas eran como si alguien hubiera desteñido las plumas del gaznate de una carraca, una de mis aves favoritas, entre cantos de piedra blancos. El cauce tenía ese tono, y tras detenernos en algunas cascadas que hay en el camino descubrimos que lo mismo pasaba con los lagos.

El lago Wanaka y el lago Hawea tenían el color del agave cuando salían las nubes, y de las puertas de Sidi Bou Said, en Túnez, cuando el sol iluminaba todo. Los picos eran nevados, il fondo, como si el invierno se anclara al cráneo de esas montañas. Y nos parábamos, y salíamos del coche, y nos metíamos en un cuadro de Van Gogh a secarnos las uñas y a mordernos el vientre. He visto pocas carreteras tan bellas como esa deambulando por este planeta.
Infine, llegamos a Queenstown, la ciudad del ocio, de las tiendas, las estaciones de esquí y los chupitos. Desde ahí partimos hasta Te Anau. Aprovechamos esa tarde para hacer la visita a la llamada cueva de Glowworm. Tomas un bote, con otros turistas, y te llevan hasta unas cuevas donde en pequeñas barcas te introduces a oscuras en las cavidades y ves estas extrañas luciérnagas azules que sólo existen allí y en Australia.

A la mañana siguiente salimos al amanecer de Te Anau y circulamos entre un paisaje aún cubierto en parte por la niebla. L' 120 kilómetros que hay hasta los famosos fiordos de Milford Sound son una sucesión de postales que acaban en un puerto donde ordenados aguardan los barcos a los turistas. El crucero arranca y deambula entre altas rocas verdes por las que se desploma el agua del deshielo en largos velos contra el mar. Nos gustó mucho, porque no puede no gustarte, pero menos de lo que nos hubiera gustado que nos gustase.
Desde ahí nos fuimos de nuevo al sur, a tocar ese punto en el que ya no quedan caminos. Una jornada larga de carretera en la que paras en los faros del fin del mundo, por una costa serrada donde baten las olas que quizá vienen de la Antártida. Stirling Point, Waipapa Point, Nugget Point y el Slope Point, el punto más meridional del país. Nos bajábamos con la curiosidad del explorador. En Slope había un letrero que indicaba que el Polo Sur estaba a 4803 km. Y yo quise al verlo ser un marinero irlandés, un pirata malayo o un albatros al que le importara un carajo el frío.

Y fue justo en esa jornada, junto a las Mc Lean Falls, que vimos un letrero que nos llamó la atención: Heathfield Cemetery, ha detto, junto a un camino estrecho de fango con una verja sujeta a un alambre. Me encantan los cementerios porque me gusta la historia, y en ese lugar, Chaslands, yacía la historia de los primeros europeos que llegaron a esta isla en el siglo XVIII.
Los enterrados en ese campo santo abandonado eran británicos. Aquellos primeros moradores que viajaron hasta sus antípodas a mejorar sus vidas y lo que empeoraron fueron sus muertes. Había una placa con fechas y nombres de todos los allí sepultados. Casi todos eran de los primeros años del siglo XX. Niños con dos horas de vida, tres días, cuatro meses, once años… Los bebés mueren en los lugares donde los adultos son muy pobres. Me sentí extraño. Pensé en sus vidas borradas, en su rastro difuso entre aquellas tumbas carcomidas y rotas cubiertas de hierbas. Nadie llorará esas personas, quizá nunca nadie lo hizo, como nadie nos llorara a nosotros en algún momento porque la muerte también fallece cuando ya nadie te recuerda.

Vi un cartel que me conmovió del 13 Ottobre 1899. Eran un baile, con entrada libre para las mujeres, que hicieron en aquella comunidad para recaudar fondos para el cementerio. Siempre me conmueve esa necesidad humana de honrar a sus muertos. Recuerdo en la Amazonia peruana, circa Iquitos, un cementerio de piedra y mármol rodeado de casas pobrísimas de cañas.
Chaslands era una tierra de peregrinos perdidos entre aquellas tierras regadas de vientos gélidos. Morían de sífilis, tuberculosis, gripes y hambre. Morían bebés, porque nacían ya amenazados y frágiles. Luego me fijé de nuevo en el gran cartel con los nombres de todos los allí enterrados y ponía: “Chaslands, un lugar de naturaleza y tranquilidad”. Alrededor los campos eran verdes. Tras esas tumbas flacas, muchas destrozadas, no se escuchaba nada. ¿Qué pensarían aquellas personas que desbrozaron aquella tierra salvaje a machetazos si me vieran ahora allí? ¿Se imaginaron que un turista que le “molesta” que el país es demasiado perfecto un día merodearía entre sus tumbas? ¿Se retorcerán de rabia de pensar que llegaron allí cien años antes de lo que debieron llegar?

Alcuni giorni dopo, un poco más al norte, paré en la pequeña localidad de Oamaru, que merece una visita por sus tiendas de antigüedades y por sus pingüinos. Entré en una pequeña librería de libros de segunda mano, Slightly Foxed, a la que no le sacudieron las costras de sus estantes de leño. Era un lugar hipnótico, con olor a tos, en el que encontré un viejo libro de 1939 que narra la historia de aquellos pioneros: “Samuel Mardsen. Greatheart of Maoriland”, de A.H Reed.
Mardsen fue un sacerdote nacido en Yorshire en 1765. Fue a Australia a inicios del siglo XIX, y desde allí hizo diversos viajes para evangelizar a Nueva Zelanda. E 1819, introdujo la vinicultura en la isla. Convivió con los maoríes esos años. El libro que compré narra su paso por ambas islas. Los dos últimos párrafos, traducidos del inglés, dicen así:
"Il 18 Febbraio 1838, escribió a la Sociedad Misionera Eclesiástica de Londres: ‘Mis ojos están muy débiles por la edad. Llevo cuarenta y cinco años como capellán en Nueva Gales del Sur y he pasado por muchas penurias y dificultades, y a menudo he tenido que lidiar con hombres irracionales y malvados. He atravesado muchos peligros por tierra y por mar, y he sufrido naufragios y robos; pero el Señor, en su misericordia, siempre me ha librado’. Il 12 de mayo del mismo año, su último día en la tierra, sus pensamientos estaban con sus deberes, su familia y los maoríes, por quienes había pasado tantos días de duro trabajo. Mientras los cuidadores se reunían alrededor de su cama, las últimas palabras que oyeron de sus labios fueron ‘Nueva Zelanda'. Gran Corazón, (apelativo de Mardsen) había llegado al final de su peregrinaje, había cruzado el río y había entrado por las puertas de la Ciudad Celestial”.

Descanse en paz el misionero Mardsen, y todos aquellos allí enterrados en el cementerio olvidado de Chaslands. Humanos, mejores y peores, con sus virtudes y sus mezquindades, pero con el valor suficiente, cualquiera que fueran sus razones, a ir entonces hasta el fin del mundo a ser enterrado en una colina vacua donde ni los cuervos, inexistentes en la isla, se atrevieron a llegar.
