Yo tenía una casa en La Paz. Mi casa estaba encaramada a un piso 23 y en ocasiones parecía que iba a echar a correr tras las nubes. Al pasar por la cocina nos poníamos el sombrero por si acaso rompía a llover. Yo tenía una casa en La Paz y cada mañana recibía al sol andino, fiero y desafiante y lo iba mimando como a un gatito hasta filtrarlo en mil rayos de luz que nos desperezaban las resacas y los sueños. Mi casa tenía unas cristaleras de atalaya indecente para mirar al mundo y desde ahí se escrutaban hasta las últimos rincones de la ciudad. Al sentarse a desayunar en el salón uno se sentía al timón de un barco enorme, allí las calles parecían olas juguetonas entre las que mi casa se abría paso poderosa e indiferente. Siempre con dirección al Parlamento para saludar a Evo Morales y darle una colleja cariñosa mientras el señor presidente tomaba el primer mate de la mañana.
Saludar a Evo Morales y darle una colleja cariñosa
Mi casa era tan bonita y le gustaba tanto mostrarse, que los vecinos de los escasos edificios que como nosotros compartían un altillo en el cielo se asomaban a sus terrazas con prismáticos intentando ver lo que pasaba dentro. Nosotros les regalábamos calvos y risas y nos poníamos tan contentos que corríamosa tirar todas las botellas vacías que teníamos al patio interior, sólo para comprobar si hacían chof al caer como escupitajos acristalados.
Pero mi casa estaba viva y guardaba un tesoro que nos llenaba de orgullo. En el centro del salón plantada como un unicornio, teníamos una gigantesca llama hecha con juncos de totora que corríamos a enseñar a los invitados como a la mejor de nuestras vajillas. Aquella llama había sido legada en herencia y cambiado de manos a través de una larga estirpe de habitantes de La Paz, míticos y encanallados. Nacida en los Uros, unas islas artificiales del lago Titicaca y fabricada por las manos audaces de alguna mujer aymara, desde que residía en aquella casa había visto y vivido tanto que algunas hebras habían comenzado a soltársele en una prematura cabellera desgastada y encanecida.
Los niños y las niñas se le subían encima en noches tremebundas y la abrevaban con ron mientras le susurraban secretos inconfesables al oído. Nuestra llama lo escuchaba todo y condescendiente dejaba que la ensilláramos con una wipala y tocada con un sombrero la sacáramos a pasear por la plaza Abaroa. Un día a nuestra llama se la llevaron o no volvió más, equivale à mesma, y una antigua dueña la retuvo en otra casa del vecindario durante meses. Cuando íbamos de visita la contemplábamos como a un abuelo en el asilo, mustio y con la actitud implorante del que sólo desea volver a casa. Un día no pudimos soportar más tanta tristeza y organizamos su rescate.
Un grupo de tarados raptaba una llama de carne y hueso
Hace poco vi en televisión como un grupo de tarados raptaba una llama de carne y hueso de un circo y la paseaba por la ciudad hasta ser capturados por la policía. Nada que ver con nuestro secuestro. En la memoria de la ciudad permanecerá el día que una gigantesca llama de totora cruzaba en procesión por las calles del Sopocachi mientras los vecinos se asomaban a los balcones y entre hurras le tiraban flores y zanahorias. Desde aquel día permaneció en su lugar, en el centro del salón testigo mudo y resignado, dispuesta a contemplar hasta la última de nuestras partidas.
Mi casa se merecía una fiesta de inauguración como dios manda. Lo intentamos varias veces y como nunca quedábamos contentos del todo acabamos por hacerle mil. Al final decidimos challarla. En Bolivia las casas al igual que los coches se challan que es como bendecir pero ahogando en alcohol, traen buena suerte y parece que las viviendas se estiran amorosas como cluecas protegiendo de forma maternal a sus habitantes. La challa se hace con una ofrenda a la pachamama plagada de golosinas, comidas y bebida y coronada con un feto de llama.
Después se le prende fuego a todo y a partir de ahí las cosas marchan sobre ruedas para sus habitantes. Nuestra casa se merecía una challa, y por eso subimos a El Alto en busca de un yatiri o brujo que nos organizase una buena fogata en medio del salón invocando las palabras mágicas que nos condujeses al delirium tremens. Allí encontramos a Bernardo Mamani, más de cuarenta años de experiencia en curaciones de dolores, pócimas y conjuros varios, por supuesto también challas de casas. Me miró desde las profundidades de sus ojos de tortuga y dijo sí. El resto de la mañana la pasamos recorriendo los riscos de la ciudad mientras Bernardo compraba y cobraba lo necesario y quedaba en venir a challar por la noche.
Había olvidado la cita y absolutamente alcoholizado alcanzó a murmurar que estaba en El Alto
A las diez ya habíamos ofrendado todo lo ofrendable a nuestro hígado y los sesenta invitados hacíamos corro alrededor del diminuto altar listos para empezar el aquelarre pero Bernardo seguía sin aparecer. Desesperado lo llamé por teléfono, pero él ya había olvidado la cita y absolutamente alcoholizado alcanzó a murmurar que estaba en El Alto y se encontraba un poco indispuesto y que ya challaría nuestra casa otro día si eso. Para ahogar la decepción desencadenamos una fiesta tan llena de ruido y de furia que los muros parecieron temblar y nuestro edificio acoger un avión kamikaze. Aquel altar permaneció en el salón hasta el último día recordándonos que nosotros también sabíamos challar y hacer ofrendas a la pachamama como Dios manda.
Nuestro casero era el Doctor Coca, nosotros por supuesto estábamos encantados con aquel señor de tan simpático nombre que tan sólo apareció un día por casa. No sabemos si para cobrar la fianza o hacerle el certificado de defunción. Desde entonces y siempre una vez al mes el Doctor Coca enviaba a su secretaria a pedirnos el alquiler, ésta al llegar husmeaba igual que un sabueso desconfiado las evidentes mejoras que se iban produciendo en la vivienda. As calcinhas e sutiãs floresciam nas lâmpadas como cogumelos, enquanto as plantas ocupavam o andar de cima, eles escalaram as paredes e derramaram escada abaixo em um estrondo surdo como uma sinfonia amazônica. Espantada, carregou e disparou, antes que um jaguar saísse de debaixo do sofá. – ¡Dele usted recuerdos al doctor Coca! le decíamos al despedirla, y al cerrarse la puerta estallábamos en risotadas que aceleraban la aluminosis del edificio.
No pudiese soportar la carga de tanto amor y tanta risa
Nuestra casa tenía en la planta baja, una agencia de viajes una lavandería, la mejor pizzería de La Paz y un puticlub. Cuando bajábamos a por una doble de queso o a ver bailar a las chicas nos trataban con la deferencia de una familia ruidosa y entrañable que se percibe en las alturas con respeto y fatalidad, como al trueno o los chubascos. Nuestra casa siempre estaba llena de los personajes más estrafalarios de La Paz y las visitas se enseñoreaban perezosas en hamacas que se extendían por todo el piso de arriba. Cuando estábamos tristes mirábamos la cara melancólica del monte Ilimani que nos daba las buenas noches y resplandecía débilmente custodiando nuestra duermevela. Otras veces me parecía que no se podía ser más feliz y que nuestra casa iba a zarpar hacia los Andes, atestada, de planes y chismes, de baterías, plantas, redes, fechorías y besos, guitarras, ordenadores y enredaderas. Oscilando ligeramente hacia un lado como si no pudiese soportar la carga de tanto amor y tanta risa.
Un día bajé veinte pisos en ascensor, cargado con una maleta y al mirar hacia arriba mi casa permaneció muda, sumida en un silencio indiferente. Los cimientos no se resquebrajaron y ningún meteorito le prendió fuego. Aún hoy pienso que una parte de mi se quedó allí, junto al radiador y bajo la ventana. Cada vez que intento recuperarla he de atravesar oceanos de tiempo sólo para recoger cenizas. Yo tenía una casa en La Paz, y algún día al mirar por la ventana, a lo lejos y entre las nubes me pareció vislumbrar el cielo.