Es un gélido lunes de abril de 2025. No llueve, pero el viento juguetea con las prendas térmicas hasta colarse en un corazón aún más helado. Somos muchos los que esperamos al otro lado de la alambrada, pero no se escucha una voz más alta que un susurro. Hasta los adolescentes aguardan respetuosos. Es el precio de estar a las puertas de Auschwitz, el cuarto oscuro de la conciencia de Europa, el vertedero de nuestros principios, el epítome de la barbarie nazi.
Nuestra guía se llama Silvia. Botas negras, gorro calado hasta las cejas, voz templada. Ni una sola sonrisa esbozará en las tres horas que dure el tour del horror. No hay sitio aquí siquiera para la ironía.
Ni una sola sonrisa esbozará en las tres horas que dure el tour del horror. No hay sitio aquí siquiera para la ironía
El primer impacto, ese cartel en el frontispicio del campo que hemos visto tantas veces en cine y documentales: "Arbeit macht frei”, el trabajo os hará libres. Miles de polacos, gitanos, eslavos y, especialmente, Xudeus, albergaron esperanzas al leerlo. Quizais, pensarían seguramente, nos traen aquí para trabajar. Por muy duras que sean las condiciones, podremos sobrevivir.
Gran erro. A lo largo de cinco años, según estimaciones oficiales, fueron deportadas a Auschwitz, procedentes de todos los lugares de la Europa nazi, 1,3 millón de persoas. La inmensa mayoría, 1,1 millóns, fue asesinada. Solo un 15% de los presos logro sobrevivir.

Ochenta años después, el corazón se llena de vergüenza. ¿Tenemos derecho a estar aquí? ¿Hacemos bien en pasear por las instalaciones en las que se exterminó sin sentido a gente cuyo único delito fue nacer al otro lado del delirio?
En este tiempo, lejos de perder interés, cada año ha aumentado la afluencia de visitantes a Auschwitz. El récord se superó en 2019, máis que 2,5 millones de visitantes. Después de la pandemia, las cifras han vuelto a dispararse. En total, 25 millones de personas nos hemos asomado a la locura. Quizá sea la mejor vacuna. Quizais.
¿Hacemos bien en pasear por las instalaciones en las que se exterminó sin sentido a gente cuyo único delito fue nacer al otro lado del delirio?
Como para dar aliento a estas reflexiones, en el primer edificio en el que nos internamos, un enorme cartel nos enfrenta a esa máxima atribuida al filósofo americano de origen español, George Santayana: “Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo”. Recordemos, como.
Lo siguiente resulta espantoso: amplias estancias en las que se amontonan recuerdos materiales de los prisioneros en cantidades increíbles: maletas con los nombres de propietarios que nunca tuvieron ocasión de reclamarlas, montañas de zapatos ajados formando una masa informe y gris, prótesis de las que eran despojados los discapacitados físicos, condenados al gas apenas apearse del tren… Gafas, pratos, cuencos y hasta una sala con dos toneladas de pelo de mujer que los nazis, tras raparlas utilizaban para crear textiles y fieltros.

Después vamos atravesando barracones. En uno destaca una habitación de aspecto casi tolerable, con cama, armario y escritorio. Es el espacio destinado a los “Kapos”, presos alemanes indultados por las SS solo para ponerlos al frente de cada recinto y que torturaran física y mentalmente a los judíos. Tipos duros, sin escrúpulos. Cuanto mayor era la tortura, mejor eran tratados los kapos. Ellos lo sabían, y se entregaban a la tarea a conciencia.
Otro barracón presenta un enorme pasillo lleno de fotos de presos, la mayoría de polacos activistas contra los nazis (a los judíos nadie se molestó en fotografiarlos, pues eran considerados inferiores a los animales). Sus nombres van clavándose en la mente junto a sus miradas de terror… Rozalia Banido, Bárbara Smieszek, Josefa Wieczorek, Zdenka Hlawica, Antonie Kozak… Estas fotos, nos explica Silvia, fueron tomadas a su llegada al campo. Por eso todavía puede reconocerse en sus rostros cierto aire saludable. Lo siguiente sería el hambre. Un hambre que no es posible entender sin haber sufrido.
Esta es la declaración del psiquiatra Viktor Frankl, superviviente de Auschwitz, en su imprescindible obra "Busca de significado do home": “Cuando desaparecían las últimas capas de grasa subcutánea y parecíamos esqueletos disfrazados con pellejos y andrajos, podíamos ver que nuestros cuerpos se devoraban a sí mismos. El organismo digería sus propias proteínas y los músculos desaparecían; despois, el cuerpo perdía todo poder de resistencia. Uno tras otros, los miembros de nuestra pequeña comunidad del barracón iban muriendo. Podíamos calcular, con estremecedora precisión, quién será el próximo, e incluso cuándo nos llegaría el turno”.
Cuando desaparecían las últimas capas de grasa subcutánea y parecíamos esqueletos disfrazados con pellejos y andrajos, podíamos ver que nuestros cuerpos se devoraban a sí mismos
Cuando el hambre o la desesperación hacían que un hombre dejara de estar en condiciones de trabajar en esas inagotables jornadas que comenzaban a las 4:30, expuesto a temperaturas imposibles, sin calzado digno y con escasos harapos para cubrirse, entonces era eliminado. Los judíos solo servían para ahorrarse mano de obra; cuando ya no eran útiles, se les exterminaba.
Los turistas del siglo XXI llevamos botas, camisetas térmicas y un abrigo de plumas, y somos incapaces de entrar en calor. Y es abril. Y brilla el sol. Desde nuestra mente ajena a privaciones no es posible concebir ese frío. Viene al caso otro pasaje del doctor Frankl: “Una mañana vi a un compañero –un hombre valiente y digno- llorar desconsolado como un niño porque, al haberse encogido sus zapatos por la humedad, no le entraban los pies y tendría que andar descalzo por la nieve”.

Silvia nos hace desembocar ahora al patio del Bloque 11, onde, anos, se erigió un muro sobre el que siempre se mantienen flores frescas en recuerdo de los miles de personas fusiladas contra esa pared, llamada sin eufemismos “la pared de la muerte". Hubo que reconstruirla porque los alemanes la habían desmantelado, en un miserable intento de borrar las huellas de la atrocidad, cuando a finales de 1944 vieron la guerra perdida.
Máis 5.000 presos fueron tiroteados sin contemplaciones antes de que los experimentos con gas Ziklon B, un insecticida usado originariamente para desinfectar ropa y eliminar piojos que contenía ácido cianhídrico, se mostrara, a partir de 1942, como un método sistemático de exterminio mucho más útil.
Antes de dejar el campo de Auschtwitz I y dirigirnos a su ampliación a tres kilómetros, en la localidad de Birkenau, todavía pasamos por una plaza en la que se levantaba una horca que, según nos explica Silvia, se utilizaba para aterrorizar a los prisioneros durante el paso de lista -que podía durar horas- o para colgar a aquellos que intentaban escapar. Para disuadirlos de sus planes, tamén, si eran capturados se les condenaba a ver cómo se ahorcaba a diez personas de su barracón por cada uno de los que hubiera intentado huir.
Nuestra guía nos recuerda que, en esa misma horca, que se mantiene incólume al paso del tiempo, fue ajusticiado, en 1947, el comandante del campo Rudolh Höss, máximo responsable de la “eficacia” con la que funcionó Auschwitz, supervisor y constructor de las cámaras de gas y de la mecanización del asesinato masivo. Qué efectivo puede ser para el deseo de venganza el ojo por ojo…
fue ajusticiado, en 1947, el comandante del campo Rudolh Höss, máximo responsable de la “eficacia” con la que funcionó Auschwitz
Capturado en 1946 por los británicos, Höss confeso con frialdad sus crímenes, que él no consideraba como tal. Nunca, hasta su muerte, manifestó el menor signo de arrepentimiento. Esencial, certamente, la cinta “La zona de interés”, Oscar a la mejor película extranjera en 2023, que repasa la vida de Höss y la banalización que él y su familia hacen del holocausto.
Birkenau y “la solución final”
En su colosal obra “Auschwitz, la solución final”, Lauren Rees, quien dirigió una serie de documentales sobre esta cuestión para la BBC, explica cómo Hitler y sus principales comandantes llegan a la conclusión, en plena guerra, cuando todavía Alemania pensaba que podría conquistar Inglaterra y Rusia, de que es necesario encontrar una solución final a “la cuestión judía”. En otras palabras, ordena exterminar a los 11 millones de hebreos que habitaban en los distintos países de la Europa sometida.
Para facer, era necesario un sistema rápido y suficientemente discreto que impidiera echarse encima a la opinión pública alemana. Lo encontraron, como afirmara, en las cámaras de gas. Con esa finalidad se concibió la ampliación de Auschwitz en el pequeño pueblo de Birkenau, situado a unos 3 kilómetros de las instalaciones originales.

Solo paseando por sus enormes avenidas concebidas para la llegada y desalojo de enormes trenes de prisioneros, y acercándose a sus barracones en los que se hacinaban más de 900 presos en espacios destinados en principio a poco más de 100, se puede entender la magnitud del propósito nazi.
escoitar, más allá de la consternación, cómo Silvia nos explica que en 1943 e 1944 era constante llegada de trenes cargados de judíos procedentes de Francia, Bélxica, Luxemburgo, Italia, Holanda, Grecia…
Tras abrirse las puertas del transporte, homes, mulleres, ancianos y niños hambrientos, sucios y aterrorizados eran obligados a desalojar a culatazos. Luego se les confiscaban todas sus pertenencias y, último, se les separaba según un principio atroz: de lado, los que podrían trabajar; outro, los demasiado débiles y, polo tanto,, inservibles. estes, aproximadamente el 80% del total, eran conducidos ese mismo día a las cámaras de gas.
los judíos seleccionados para limpiar las letrinas se consideraban afortunados porque podían meter las manos en las heces y así calentárselas durante un rato y, quizais, evitar perder dedos por congelación
Los trabajadores -habría que decir esclavos- eran sometidos a un trato todavía más inhumano, si eso es posible, que lo relatado anteriormente. Dormían en exiguas literas de cemento, apiñados en grupos de nueve, con el único alivio de dos mantas roídas. Tenían exactamente 1 minuto para hacer sus necesidades en agujeros expuestos a la vista de todos. El que no conseguía evacuar había perdido la ocasión para todo el día. Quizá la que sigue sea la anécdota que mejor define la situación de los prisioneros. Sobrecogedor escucharla en boca de nuestra guía: los judíos seleccionados para limpiar las letrinas se consideraban afortunados porque podían meter las manos en las heces y así calentárselas durante un rato y, quizais, evitar perder dedos por congelación.
Para que el exterminio funcionara metódicamente a su gusto, los nazis descubrieron que era imprescindible evitar el pánico. Así que los condenados, recién llegados de largos viajes, desorientados y famélicos, eran conducidos, casi siempre de noche, hacia su muerte irremisible, bajo una mentira: había que ducharlos para, O día seguinte, mandarlos al campo de trabajo que les correspondiera.

Los presos eran conminados a desnudarse y dejar sus ropas en un lugar que luego reconocieran para volver a vestirse -así se ahorraban tener que desvestirlos antes de la incineración-, y se les introducía en una cámara en la que, en los momentos de máxima capacidad, llegaron a morir de mil en mil. Cuando descubrían que allí no había ninguna ducha y caían en la cuenta de lo que les esperaba, gritaban, aullaban, pataleaban y trataban de alcanzar las ventanas mientras el gas iba provocándoles una horrible muerte por asfixia. Veinte minutos después -veinte minutos de insoportable agonía-, todo había terminado y otros presos judíos eran obligados a transportar sus cadáveres hasta el crematorio.
Birkenau, con 190 hectáreas -cuatro veces el tamaño de la Ciudad del Vaticano- nunca llegó a estar construido en su totalidad, pero fue testigo de la mayor cantidad de ejecuciones de todo el entorno de Auschwitz. Los nazis, a causa de su tamaño, nunca pudieron demolerlo. Solo hicieron volar las cámaras de gas. Esos restos, tal y como quedaron, se conservan todavía como otro símbolo del horror.
Hasta aquí la visita. Hasta aquí este relato de la indecencia. Como cualquier lector sabe, sobre Auschwitz y el Holocausto se han escrito ríos de tinta. E non é de estrañar. Home, por naturaleza, busca comprender. Y aunque en este siniestro pasaje de la historia no haya demasiado espacio para la razón, muchos han dedicado sus vidas a intentar aplicarla. Por riba de todo, supervivientes de los campos como el citado Viktor Frankl, Primo Levi, Elie Wiesel o Ana Frank, quien no consiguió sobrevivir, pero cuyo diario es uno de los libros más leídos del holocausto-. También han escrito periodistas, filósofos, políticos, psicólogos…
La propaganda tuvo tal influencia en nosotros que dimos por hecho que la exterminación de los judíos era algo natural en un contexto bélico
No podría el arriba firmante aportar nada de mayor interés, al margen de la convicción de que sí, de que conviene llevar a nuestros jóvenes -vimos muchos durante la mañana- a visitar Auschwitz y hacerles comprender no los grandes números que hay detrás del holocausto, pero, quizá más importante, las historias individuales, llenas de grandeza y miserias, admirables o sencillas, que dejaron de escribirse por puro arbitrio.
Mucho se ha escrito sobre las posibles razones que llevaron al pueblo alemán a volcarse en los delirios de un loco. Sin duda, la obra de Laurence Rees antes citada bucea en esta realidad como pocas. En ella se recoge el último testimonio de este reportaje, el de un antiguo soldado de las SS, Oskar Groening, destinado a Auschwitz con solo 22 anos: “La propaganda tuvo tal influencia en nosotros que dimos por hecho que la exterminación de los judíos era algo natural en un contexto bélico. Y esta es la razón por la que no experimentamos ningún sentimiento de compasión o empatía cuando los mandábamos a la cámara de gas”. ¿Y los niños? “Los niños no eran, polo de agora, enemigos: el enemigo era la sangre que corría por sus venas; el enemigo era el hecho de que crecieran para convertirse en judíos peligrosos. Por eso ellos recibían también el mismo trato”.