La procesión de los monjes mendigos de Luamprabang

Por: Javier Brandoli (texto e fotos)
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Eran tan temprano cuando salimos a la calle que aún la luz se mantenía en la calma de su último adiós. No se escuchaba nada porque nada se mecía en aquella estrecha calle de Luamprabang, Laos. Nada más salir a la calle nos pareció ver pasar una sombra y tras ella, ya de frente a nuestras miradas, dos mujeres de edad en retirada nos ofrecían comprar unas galletas que guardaban en unos cestos. Decidimos comprar algunos paquetes y sentarnos allí, en una esquina retirada y moribunda, a esperar la llegada de ellos, los monjes budistas, que cada mañana con el amanecer salen a las calles a recoger limosnas por las calles del pueblo.

Como allí no pasaba nadie decidimos irnos a la avenida principal. Recuerdo que hacía algo de frío, que nos apretamos los hombros con los ojos cargados aún de un sueño en deuda, y que nos inquietamos con la idea de que aquella procesión de hombres no fuera más que un cuento que sólo existe en el mundo de las sombras. Pero no fue así, cerca de nosotros se sentaron otros chicos, extranjeros, en un silencio respetuoso y cansino.

Apareció una larga fila de monjes cargando sus túnicas naranjas

De súpeto, cuando ya se colaba el amanecer en el día, entre lo oscuro y lo claro, apareció una larga fila de monjes cargando sus túnicas naranjas como si la tela les naciera de sus hombros, en una absoluta falta de ruido en el que sólo se escuchaban los pasos, la respiración y el abrir y cerrar de sus cestos. Me pareció una imagen bella, serena que pronto perdí y convertí en un manejar de la cámara ante la sensación de que tenía delante una foto única.

Y pasaron de largo y aquella fila de hombres se perdió calle abajo como si fuera a enjuagar los miedos y anhelos de todos los que allí estábamos en las aguas del cercano Mekong. Por entonces la luz ya se había apoderado de todo y cuando pensamos que se había acabado, que los hombres debíamos volver a la vulgaridad del mundo, vimos que aquellos jóvenes que estaban a nuestro lado emprendían camino hacia los viejos templos de la calle principal.

Parecía más un show de turistas que tenía la oportunidad de practicar el voyerismo

Decidimos seguirlos sin saber muy bien si a esas horas se debe razonar lo ilógico y llegamos hasta una esquina donde toda la espiritualidad se deshizo en una realidad con menos prosa. Porque allí había decenas de turistas y de vendedores esperando de nuevo a unos monjes que pasaban repetidamente recibiendo sus limosnas. Vimos pocos locales, aunque era fácil diferenciarlos: estaban sentados, entregaban comida y no hacían fotos. Y la generosa historia de un pueblo que paga a sus religiosos en la primera luz con respeto y comida era menos nítida y parecía más un show de turistas que tenía la oportunidad de practicar el voyerismo fotográfico.

Supongo que no es una cosa ni otra y supongo que no me importa. El desfile es más viejo que la llegada de nosotros, outro, y los monjes caminaban como deslizándose entre nuestro asombro. Así pasaron una y otra vez hasta que ya decidieron que era suficiente y penetraron de nuevo en sus bellos monasterios para no volver hasta la siguiente luz que sigue a la siguiente noche. Y nosotros nos dirigimos también a nuestro alojamiento, caminando entre perros abandonados y otros turistas, con la imagen de aquella primera aparición, en aquel silencio total, con el mundo opaco y la inocencia encendida.

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