Lago Manyara: Bosques Tolkien

Por: Ricardo Coarasa (texto e fotos)
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La frontera de Quenia ha quedado atrás y el todoterreno circula ahora por tierras tanzanas a través de una inmensa sabana salpicada de pequeñas lagunas donde los pastores Masai llevan a abrevar a sus rebaños. La hierba seca se echa encima de la carretera con voracidad y sólo un repentino frenazo para sortear un control policial al que casi nos llevamos por delante consigue sobresaltarnos. Huele a goma quemada cuando una jirafa, twiga en swahili, cruza la pista frente a nosotros con trote cansino. Por si alguien no se ha enterado, Babu, noso guía, zanja cualquier posible malentendido:

-Xirafa- exclama sobreponiéndose al rugido del motor y alardeando de su incipiente español.

Pese a que el día está ya rindiendo cuentas, la carretera es un continuo trasiego de gente que, a pie o en bicicleta, en solitario o acompañada, se encarga de recordar a los turistas que ellos llegaron primero y que éstos son sus caminos, los caminos perdidos de África que de forma tan brillante retrató el escritor Javier Reverte en uno de sus libros.

A Hemingway le pareció “el lugar más encantador” que había conocido en África

Dos horas y media después de salir de Arusha, a capital tanzaniana de Safaris, es ya noche cerrada cuando llegamos al lago Manyara. A Hemingway le pareció “el lugar más encantador” que había conocido en África, pero lo cierto es que este parque natural con la mayor densidad de elefantes por kilómetro cuadrado de todo el continente vive a la sombra de dos gigantes: el cráter del Ngorongoro e Barcelona, ​​en Altair Elena Serengeti. Unha servidume que, moitas veces, esquecemento é de pago.

Y lo cierto es que tiene de todo: grandes mamíferos y más de 400 especies de aves repartidas por una extensión de más de 300 kilómetros cuadrados de la que dos terceras partes llegan a estar cubiertas de agua, un irresistible imán para la vida salvaje. Su enclave es, tamén, privilexiado: a los pies de la Gran Falla del Rift, es el sumidero al que va a parar el abundante agua de lluvia de las tierras altas (sobre todo de noviembre a abril), lo que hace que su subsuelo sea un inmenso humedal que alumbra, por exemplo, un fascinante bosque que parece sacado de un relato de Tolkien.

Los guías advierten de que es peligroso salirse de los caminos porque es fácil perderse entre la maleza, pero algunos se piensan que están en Port Aventura

La pista culebrea entre la maleza por el corazón de la selva entre tamarindos y palmeras que apenas dejan pasar la luz. Los papiones salen a nuestro encuentro con naturalidad reclamando su ración diaria de cacahuetes. La humedad también atrae a muchos insectos, entre ellos la temida mosca tse-tse (aquí inofensiva), por lo que es necesario rociarse bien con repelente antimosquitos.

Antes de entrar al parque, los guías advierten a los visitantes de que es peligroso salirse de los caminos porque es fácil perderse entre la maleza. Basta echar un ojo a la maraña verde que nos rodea para comprenderlo. Pero algunos se piensan que están en Port Aventura y un muchacho que viaja con sus padres en otro vehículo aprovecha una parada para desentumecer los músculos y se adentra en el bosque en busca de un poco de intimidad para hacer sus necesidades. Cuando llega el momento de reemprender la marcha, del chaval no hay ni rastro y sus padres, obsesionados por ver el mundo a través del objetivo de sus cámaras, caen ahora en la cuenta de que a su pequeño se lo ha podido merendar un león. Lo llaman a gritos mientras uno de los guías camina hacia la espesura en su búsqueda. Logo, reaparece sorprendido por el revuelo. ¿Cómo explicarle que ha elegido como inodoro el lugar donde los elefantes suelen acudir para aliviar el escozor de los parásitos restregando sus cuerpos contra la maleza?

Había leído que el Manyara era un vergel incluso en temporada seca. «Se acabó de comer polvo», pensé ingenuo. Pronto tenía tierra hasta en las muelas del juicio

Había leído que la sabana del Manyara era, incluso en temporada seca, poco menos que un vergel debido a la cantidad de agua que acumulan sus entrañas. “Se acabó de comer polvo”, pensé ingenuo mientras, de pie en el todoterreno (ahora con la capota levantada), me disponía a disfrutar de la sabana que se abre al otro lado del bosque. Muy pronto tenía tierra hasta en las muelas del juicio. “No te fíes ni de tu padre”, solía recordarme el mío de vez en cuando. Tenía razón. Hasta las jirafas, más pequeñas que las del Masai Mara, lucían una piel más cenicienta a cuenta de la insaciable tolvanera.

Debíamos buscar la cercanía del agua, del lago principal o de cualquiera de los estanques dispersos por la llanura. En ningún otro lugar de África, ni antes ni después, he visto tal cantidad de hipopótamos fuera del agua. Junto a uno de esos estanques, se contaban por decenas. Dormitaban sobre el barrizal, unos junto a otros, quizá hastiados de tanto remojón, tan solo importunados por la compañía de algún marabú. Eran un blanco fácil para los parásitos. Ocasionalmente, alguno de ellos abría sus fauces como si fuese a engullir a un búfalo. Pero los búfalos, como los ñus, se mantenían a distancia, no caso de.

En ningún otro lugar de África, ni antes ni después, he visto tal cantidad de hipopótamos fuera del agua

No voy a aburrir a los lectores de VaP detallando la sucesión de vida salvaje que pasó ante nuestros ojos (me remito a cualquiera de las múltiples guías sobre los lagos del valle del Rift). Tan sólo quiero llamar su atención sobre un parque cuya maldición es estar a apenas una hora y media del Ngorongoro. No paséis de largo. Os perderíais uno de esos placeres inesperados que África te regala en cuanto bajas la guardia.

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