Voando entre o grafite Valparaíso e as montañas reais

A felicidade deixouse desordenada, o premio semellaba exclusivo para quen se perdera. Así que recordamos que na praza principal, onde comeza unha estreita rúa onde vagan os vagabundos atemporales, diante dun monumento ás batallas navais de Chile, alí está o Palacio de Xustiza.

No saqué ninguna foto del Aconcagua. Cuando la idea me vino a la cabeza, al bolsillo, la viví igual que vivíamos esas ocurrencias infantiles de alejarnos del grupo para volver a casa cuando había empezado a llover. Venían como una ráfaga de viento y se volatilizaban después. Porque, ¿para qué dejar de seguir viviendo? ¿Para qué pensar, siquiera un segundo, en desprenderse del instante de volarlo por primera vez?

“A su derecha, pueden ver el Aconcagua”, dijo el comandante orgulloso, antes de regalarnos una maniobra voluntaria para que viéramos la montaña más alta de toda su cordillera. Era un día perfecto de cielo azul. El Aconcagua lucía unos neveros brillantes a media altura y la cima se dibujaba con una nitidez impecable como recién emergida de un crack orogénico puntual y agudo, con aristas de hielo y roca que se abrían en toda su majestad. Los rayos del sol apuntaban a su cara sur y la masa rocosa se erguía, como una antorcha, en la inmensidad de un valle de cimas. Emanaba, con una naturalidad estremecedora, tanta insignia y tanto poder que se acercaba mucho más a la perfección de la Tierra Madre que al cuadro impresionista que mi cámara de fotos hubiera querido hacer.

¿Para qué pensar, siquiera un segundo, en desprenderse del instante de volarlo por primera vez?

El avión se balanceaba suavemente, quizás planeando, en contraste abierto con la fuerza imperiosa de los Andes y súbitamente me emocioné, los ojos se me llenaron de lágrimas, y me dejé sentir la vida entera, igual que días más tarde al salir del Wonderland café.

Al llegar a Santiago hubo amigos y conversaciones, cada cual más variopinta, capuccinos en autobuses sin ruedas, cafés en baúles azules, y meriendas en cafeterías italianas con tartas de maracuyá con miel.

Y de Santiago a Valparaíso. Salimos en un coche alquilado que empezó a rodar temprano un día de sol fresco al son de las charlas y ventanillas abiertas, las patatas de remolacha y ese chascarrillo alegre que encuentra espacio para retozar en cualquier viaje por carretera, surja lo que surja después. Imposible, raro, inusual, casi una excepción, que rodando por una ruta desconocida en brazos de la exploración y el viento fresco, no aflore una vida maestra que llene el vehículo de efluvios de descubrimientos y de la adrenalina veraniega de las mangas cortas y el sol.

Y así íbamos, por las carreteras de Chile, cuando un cartel en una curva peligrosa nos invitó a degustar los mejores huevos del país y, merced a una maniobra de Fórmula 1, nos metimos en una especie de hangar. En menos de diez minutos Jusep, catalán a sangre y fuego, y su señora, chilena de pura fe, nos calzaron unas sartenes con unos huevos amarillos alrededor de una chimenea de leña redonda, y un olor a humo y a casa nos dieron ganas de sacrificar Valparaíso y de quedarnos a pasar el día con los huevos fritos y el vino aquel.

los graffitis de Valpo nos lanzaron unos rayos de colores y entramos con la pintura puesta en ese laberinto de murales, hippies trasnochados, barcos de guerra y pesca y cerros con ascensor

Pero continuamos por las rutas ordenadas del sur hasta que los graffitis de Valpo nos lanzaron unos rayos de colores y entramos con la pintura puesta en ese laberinto de murales, hippies trasnochados, barcos de guerra y pesca y cerros con ascensor.

Parece que los pobladores originarios de Valparaíso fueron los changos, unos tipos de los que se sabe poco, que veneraban al mar, a quien llamaban Mamá Cocha, y se dedicaban casi exclusivamente a la pesca, actividad que ejercían prácticamente desnudos. No contentos con pescar desnudos y con fabricar balsas con pieles de lobos marinos, utilizaban la sal para hacer un pescado que cambiaban por otros bienes como frutas y, especialmente, por unos licores apetecibles que elaboraban los lupacas, coles, uros, atacameños y puquinas y que ellos no sabían hacer.

Aunque quedaron lejos aquellos tiempos de cambiar un pescado por un ron peleón, y hoy Valparaíso es un puerto por el que pasan 10 millones de toneladas de mercancía y más de 150.000 pasajeros al año, los ciudadanos siguen bebiendo licores apetecibles y fabricando cuadernos, anillos, vasijas, pulseras y cualquier cachivache posible en un desorden bastante saludable que mezcla jóvenes y mayores, perros y gaviotas, indígenas y turistas de variada condición.

Subimos, bajamos, anduvimos de un cerro a otro por cuestas y funiculares perdiéndonos y encontrándonos entre dibujos, frases en las paredes y debajo de una madeja de hilos eléctricos que se iban enredando como ramas de cobre. Tomamos micheladas, compramos cuadernos con gatos y volvimos a Santiago al anochecer. En el viaje de vuelta intentamos comprender esa ciudad que, por su propia naturaleza anárquica, no se dejaba entender.

En el viaje de vuelta intentamos comprender esa ciudad que, por su propia naturaleza anárquica, no se dejaba entender.

A felicidade deixouse desordenada, o premio semellaba exclusivo para quen se perdera. Así que recordamos que na praza principal, onde comeza unha estreita rúa onde vagan os vagabundos atemporales, diante dun monumento ás batallas navais de Chile, alí está o Palacio de Xustiza. En sus escaleras, como en las de tantos otros edificios equivalentes de todo el mundo, hay una estatua de la Justicia a la que normalmente se le representa, desde la antiquísima Grecia, con una balanza en equilibro sostenida por su brazo firme y con los ojos vendados, símbolo de la justicia ciega e imparcial.

La estatua de Valparaíso, con todo, tiene los ojos descubiertos y la balanza colgando desequilibrada, uno de los brazos en jarras y una actitud desafiante y pasota, como si estuviera cansada de hacer justicia y de fingir que los códigos penales son una verdad capital.

Y esa es Valparaiso al final. Esa es la dama que, desde la tierra de las cimas que veneran al Aconcagua, indulta a los humanos que rondan entre colores, que pescan semidesnudos o que se pierden bajo cables y gaviotas, metáforas primitivas del viaje esencial.

 

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