Á sombra de Torres del Paine

El sur del mundo termina con un arrebato. Allí donde los Andes se van acabando, la naturaleza se reserva un último festival de piedras. Cruzamos la frontera de Chile como en una despedida porque al otro lado, sólo las vicuñas y los ñandús gobiernan la tierra indómita de lagos verdes y montes imposibles.

Los caminos de tierra estaban despejados. Ya no queda nadie en aquel rincón de América. Los Patagones fueron sus moradores originarios pero el hombre acabó con el hombre y hoy sólo se escucha el eco de los vientos. La imagen de la Laguna Amarga me pareció eterna. El brillo de las aguas parecía rendir homenaje al más gallardo de los perfiles patagónicos: O Torres del Paine.

Nos alojamos en un hotel, que es más bien cabaña o refugio o mirador, lugar para la contemplación en cualquier caso. Por sus ventanales entra toda la fuerza de un paisaje vertical, una belleza monstruosa creada a base de precipicios y piedras sin fin. El aire es más elocuente que cualquier palabra, cuando el cóndor sobrevuela las cumbres de los Andes.

El aire es más elocuente que cualquier palabra, cuando el cóndor sobrevuela las cumbres de los Andes.

Decidimos robarle a las torre un amanecer y permanecimos apostados a sus pies, al calor de un café, con las primeras luces. Las nubes chocaron con la mole de roca y me pareció que ni el tiempo era capaz de erosionar su figura. A continuación,, como en un redoble de tambores, asistimos al resplandor del alba. Los rayos teñían las rocas en un juego circense, un espectáculo de luces que nos dejó aquella mañana helada grabada en el mapa de los recuerdos.

Dejamos el parque nacional de las Torres del Paine, como quien abandona un sueño, tratando de distinguir realidad y duermevela.

Hay lugares que ni la imaginación alcanza a diseñar, hipérboles de la naturaleza. La cordillera andina muere con elegancia, altiva, con toda la dignidad que una piedra es capaz de albergar.

 

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