Historias mínimas de Vietnam

«Tengo que ir a dar de comer a mi marido”, dixo Clay.. Pero o marido de Clay levaba varios anos morto. Aínda así, Vímola camiñar ata o cemiterio con algo de comida e uns cigarros que deixou na tumba do seu defunto marido..

«Tengo que ir a dar de comer a mi marido”, dixo Clay.. Pero o marido de Clay levaba varios anos morto. Aínda así, Vímola camiñar ata o cemiterio con algo de comida e uns cigarros que deixou na tumba do seu defunto marido.. Lo hacía todos los días y vimos que junto a cada lápida había comida, ropa e incluso algunos licores y cerveza.

Estábamos en Dek Tu, un pueblecito del altiplano vietnamita, una región sin playas ni turistas, pues el día a día de los muertos no suele seducir a los que han diseñado un verano lleno de palmeras. Clay no sabía su edad y por sus arrugas se diría que rondaba los noventa. Pertenecía a la etnia de los banar y entre calada y calada a su pipa, nos contó que hacía dos años que conoció por primera vez el dinero.

el día a día de los muertos no suele seducir a los que han diseñado un verano lleno de palmeras.

Los banar siempre han vivido a base de trueques y solidaridad. La casa comunal se alzaba en mitad de la aldea, como se alzan los monumentos importantes, con una altura impropia de un pueblecito humilde.

Más allá de los cafetales que rodeaban la aldea, escuchamos una música alegre y varias mujeres cruzaban un sendero vestidas con colores vivos, como quien va a una fiesta.

“No vayáis allí, es peligroso. Los extranjeros no son bien vistos aquí” dijo nuestra guía con una mueca de hastío, más que de preocupación. Pese a sus advertencias, decidimos seguir la estela de acordes y alcanzamos otra aldea.

Las mujeres usaban el sombrero de paja cónico, tan vietnamita y fumaban de manera compulsiva cigarros o pipas.

La mayor amenaza consistía en aceptar todos los tragos que nos ofrecían los invitados a la boda que allí tenía lugar. El licor de arroz se mezclaba con gestos sonrientes, y paulatinamente etílicos, de aquellos vietnamitas. Las mujeres usaban el sombrero de paja cónico, tan vietnamita y fumaban de manera compulsiva cigarros o pipas. Los hombres se divertían invitándonos a comer algo. A continuación,, como en una competición, nos pedían que determinásemos cuál de los licores caseros era el mejor, para lo que debíamos beber media docena de entre los candidatos. Decidí que el último de todos era el mejor y salí dando tumbos mientras el ganador se regocijaba a carcajadas.

Seguimos camino hacia al sur, parando en la carretera por el sobresalto del atardecer sobre los arrozales.

Hay ancianas cargando sacos, hombres remendando redes de pesca, niños correteando y elefantes caminando por las calles.

Paramos en una localidad llamada Jun, junto al lago Lak, donde unas barcas muy estrechas salen de pesca al amanecer y las casas son alargadas porque allí, como en todo el altiplano, varias familias comparten el hogar. La aldea de Jun es agradable. Hay ancianas cargando sacos, hombres remendando redes de pesca, niños correteando y elefantes caminando por las calles.

Era fácil ver a los hombres montar con desidia sus elefantes. Luego se dirigían al lago y en la orilla sí había algunos turistas con ganas de cruzar el lago montados a horcajadas entre dos grandes orejas.

La presencia de los elefantes apenas alteraba la vida de los habitantes, tan acostumbrados a los perros como a los paquidermos.

las cosas que te producen una risa floja, como aquel estruendo acuático, siempre merecen la pena.

Dejamos Jun y sus elefantes bordeando el lago y alcanzamos Da Lat, una de las ciudades más importantes del interior del país. Paseamos la ciudad con sus restaurantes y su parque con una laguna donde las barquitas tienen forma de cisne, así que decidimos seguir un poco más.

Alcanzamos la Cascada del Elefante, aunque aquí no había elefantes. Era hermosa como lo son todas las cascadas pero se reservaba la magia por dentro. Hay un pasadizo entre las rocas que permite ver la cascada desde el interior, en la bóveda que se forma entre la roca y la tromba de agua. Y no pude evitar meterme, claro, porque las cosas que te producen una risa floja, como aquel estruendo acuático, siempre merecen la pena. Y así pasamos la tarde, empapados, alzando los brazos hacia la cascada que se nos venía encima.

Sin tiempo para secarnos, tomamos el camino a Ho Chi Minh. Llegábamos a la gran ciudad, al Saigón de las películas, al Vietnam retratado con burdeles y soldados y guerras… pero iso é outra historia, mucho más conocida. Yo me quedo sin embargo, con Clay y su pipa, con las bodas imprevistas, los elefantes callejeros o las cascadas desde dentro, me quedo con las historias mínimas del altiplano vietnamita.

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