24 horas a "Ritmo de la frontera"

«Sonaba una banda de bossanova uruguayo-brasileña, y el whisky y el asado corrían de una mesa a otra en una atmósfera de fraternidades fronterizas y de cervezas de importación.»

O eso dijo Sonia, la dueña del camping de la barra del Chuy cuando aquella noche de primavera, en un tramo de frontera de Uruguay con Brasil, sonaba una banda de bossanova uruguayo-brasileña, y el whisky y el asado corrían de una mesa a otra en una atmósfera de fraternidades fronterizas y de cervezas de importación.

“Bienvenidos al ritmo de la frontera”, dijo en su discurso improvisado, en una pausa que hizo la banda y que los presentes aprovechamos para correr a la parrilla, a los baños, a la nevera, a quedar bien abastecidos para cuando volviera a cantar aquella voz.

Estábamos en una cena en Rocha, un departamento uruguayo con playas infinitas de aguas de océano, bodegas de vino tinto, noches de orquesta, y fronteras abiertas como ríos de agua y salvajes como un cimarrón.

bodegas de vino tinto, noches de orquesta, y fronteras abiertas como ríos de agua y salvajes como un cimarrón.

Mais, ¿Qué hacíamos ahí? ¿Cómo va uno a parar a esas casas en tierras inhóspitas en las que, en medio de la noche inmensa, sale música, luz y humo, como en los cuentos de hadas o del mago Merlín?

Todo empezó algunos días atrás: un amigo periodista me propuso ir a una excursión frugal al este uruguayo para inaugurar la temporada estival. Íbamos a conocer, Eu dixen:, la laguna, algún pueblo de la costa y “El Chuy”, una tierra de nadie de una atmósfera cuestionable y de la que había escuchado leyendas sórdidas, historias de bajos fondos y cuentos de princesas arrabaleras que me hacían tiritar.

Del Chuy se decía que era Brasil y Uruguay, que era un pueblo parecido al Far West en un punto de la frontera entre ambos países donde los uruguayos llegaban por miles y llenaban sus coches de champús, lociones, whisky, ropas más o menos modernas, pasta de dientes y cápsulas de café. Los impuestos a las importaciones en Uruguay son tan altos, y el chocolate, el café y los impuestos al whisky brasileños son tan bajos, que en el Chuy, dixeron, confluían multitud de paradojas humanas y de tópicos fronterizos de maravillosa insensatez.

confluían multitud de paradojas humanas y de tópicos fronterizos de maravillosa insensatez.

Así que salimos de Montevideo en un autobús lleno de periodistas que cubrían el inicio de la estación y, tras recalar en una laguna sin horizontes, ingerir camarones y arroces con carne, dejamos de oponer resistencia y comprendimos que la receta secreta del viaje era dejarse llevar, sin preguntar, a donde la marea nos guiara.

Tras dejar atrás la laguna y transitar una hora en autobús por páramos uruguayos, llegamos al Chuy, nos instalamos en hoteles con mosquitos brasileños y recepcionistas de aire noctambulesco y, casi sin saber cómo, nos vimos sumergidos en la enormidad de la noche con orquestas deliciosamente periféricas, tartas de chocolate y mezclas de samba brasileña con asado de tira oriental

La marea siguió guiándonos por aguas subterráneas y pronto fue el día siguiente, habíamos dormido poco, la mañana despuntaba y las corrientes nos llevaron al Chuy. Todo era mejor de lo que relataban: los supermercados desplegaban hileras kilométricas de pastas de dientes, las calles del lejano oeste mezclaban decadencia con tiendas llamadas “Hollywood” o “Glamour”, y los terratenientes turcos de la frontera vigilaban las compras convulsivas de los visitantes escoltados por unos perros con claros de sarna que morían de sed al calor del sur.

La marea siguió guiándonos por aguas subterráneas y pronto fue el día siguiente

Los vientos nos arrastraron a un estado plácido de compra alegre, de olor a restaurante caliente y de sensaciones gratificantes de haber encontrado la oferta ideal. En el fulgor del derroche fronterizo las horas pasaron y apenas tuvimos tiempo para darnos cuenta de que teníamos que volver, cargados de bolsas azules, al autobús que nos llevaría de regreso a lo habitual.

No tardamos en abandonar el magnetismo intercostal en el que estuvimos menos de 24 horas y del que hoy, algúns días despois, apenas guardamos algún que otro destello aleatorio que sumar a la lista de los experimentados: mascarillas capilares a precios de risa, la alternancia en un espacio minúsculo del embrujo de la ruta de las especias con el miedo de los puertos de mercancías, los cielos llenos de polvo y de nubes insolentes, y las explosiones de perfumes y coloretes de los terrenos del duty free.

Una vez más experimentamos la intensidad viajera de impregnarse de esencias penetrantes y de verlas partir con la misma fuerza con la que nos vienen a ocupar. Unha vez máis, de vuelta al hogar, volvimos a olvidarnos que habíamos estado 24 horas en una energía lejana hasta que se nos enredaron algunos sueños, usamos la pasta de dientes o nos atraparon de nuevo las ganas de viajar.

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