Mongolia: o deserto verde do Gobi

Por: Alicia Sornosa (texto e fotos)
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Este gran país en el corazón del continente asiático es un lugar duro, muy duro. O eso me ha parecido a mí sobre dos ruedas. La llegada a la frontera desde Rusia y por el Altai es espectacular: preciosas carreteras llenas de árboles y todo muy verde. Pero poco a poco te vas sumergiendo, casi sin darte cuenta, no deserto. En los parajes desolados, llenos de piedra y finas colinas que dan paso a otras y otras más. Una tierra que parece yerma pero que esconde riachuelos y lagos tras las colinas del fondo.

La primera experiencia es la de dormir a orillas del lago Uvs en la provincia de Ulaangom. Así que desenfundo mi tienda de campaña y la monto lejos de los dos coches con los que comparto el camino. Quiero ver amanecer y atardecer sin ruido alrededor. E así. La puesta de sol es impresionante y el color rojo de los rayos del astro rey lo inunda todo. El agua cambia de color a cada minuto y los mosquitos hacen su aparición. Hai un silencio, poco se oye. Me enredo en el saco y pronto me quedo dormida.

La puesta de sol es impresionante y el color rojo de los rayos del astro rey lo inunda todo

En medio de la noche me despierta el sonido de unos cascos en la tierra que hacen retumbar mi tienda. Salgo fuera, aún medio dormida. Non frío, aclaro mis ojos y afino el oído. Son un montón de caballos salvajes que pasan cerca de mi tienda y de mi moto. Estoy alucinando. Escucho los ruidos que hacen, cómo se comunican y cómo huelen a una intrusa que molesta en su camino. Poco a poco se calman y se alejan, van a dormir en el mismo lago, a sus orillas, como hacemos todos. Vuelvo a caer dormida…

Me vuelvo a despertar, en mi oreja algo respira, no son los caballos, ellos nunca se acercan tanto. Pego un salto del saco y abro las cremalleras; están demasiado cerca, me froto los ojos. Casi empieza a amanecer, pero el sol aún no se asoma; una especie de neblina cubre el suelo. Cuando me quiero dar cuenta, estoy rodeada de vacas que olisquean sin tapujos mi moto y mi tienda. Pego un berrido como los que he oído a los vaqueros en mi pueblo, pero no me hacen ni caso. Los guantes, que dejé sobre la moto, igual se los comen; las vacas son muy tontas. Camino los tres pasos que me separan de la moto y las espanto. Se quedan mirándome impasibles. Me voy a dormir. Por la mañana siguen ahí, buscar. Me alejo de los coches aún más para hacer un pis tras un arbustillo y se vienen todas conmigo. No hay intimidad con estas vacas.

En medio de la noche un montón de caballos salvajes pasan cerca de mi tienda y de mi moto. Estoy alucinando

El día comienza con un desayuno y un lavado de cara en agua pura. Despois, sobre la moto, afronto el paso de una de las tierras más duras por su composición: o desierto del Gobi. Inusualmente está muy verde y lo rebautizo como el prado del Gobi. Esto me viene bien en las zonas de arena, pues está húmeda y no resulta tan complicado el paso. Pero en las pistas, el toulé ondulé hace que la moto se resienta. Demasiado para una pequeña moto cargada hasta los topes, pero aun así mi F700GS resistirá.

Hoy llegamos a cruzar uno de los ríos del camino, está muy crecido y con la moto es imposible siquiera intentarlo, así que lo mejor es contratar un remolque que la pase. Una tormenta de arena hace que nos metamos todos en uno de los vehículos. Cuando se aleja, proseguimos camino.

El desierto, inusualmente, está muy verde y lo rebautizo como el prado del Gobi

A la hora de comer los dos coches se juntan y tiran un toldo de uno a otro, la mesa y las sillas debajo. Pero yo no quiero más comida enlatada y prefiero probar “qué es lo que se cuece” y me acerco a un ger, típica casa mongola, Rolda, cuberto de lona e illado con filtro (pelo de ovellas). Dentro, no centro, una estufa que hace las veces de cocina y las camas-sillón alrededor (incluso esas camas son mesas la mayoría de las veces). Una pequeña mesita de madera al fondo y cuatro habitantes: dos niñas, o irmán maior e a nai.

Me llevo la mano a la boca para indicar que quiero comer. Me entienden al instante. Muller, oronda y con ropa muy usada, se sienta delante de la cocina y la alimenta con maderas pequeñas. Encima está el wok, donde cocina. Lo destapa y comienza a limpiar los restos de fideos, probablemente de la cena. Echa agua, ésta se calienta y de nuevo friega con un cepillo los bordes. El agua no la tira, la echa en un recipiente de plástico. Tiene varios dispuestos en el suelo, al lado de la puerta. Vuelve a repetir la operación en otras dos ocasiones. Como, ha entrado un hombre mayor, con un abrigo raído. Se tumba en una de las camas y le pide algo. El, aceptando unos billetes, le devuelve una botellita de transparente líquido, vodka seguramente. El hombre espera un poco más, pero al verme apuntar con la cámara de fotos decide retirarse, saliendo del guer.

Han pasado más de 30 minutos y mis tripas rugen mientras la mujer aún no ha dejado de limpiar el wok

Han pasado más de treinta minutos y mis tripas rugen. Esta mujer aún no ha dejado de limpiar el wok. Le indico por señas que está lo suficientemente limpio para mí, que tengo hambre. Entonces pasamos a la selección de la carne. A través de las onomatopeyas “muuu” y “beee” pregunto por el tipo de carne, que ya aprenderé más adelante, será siempre de cordero, excepto en algunas ocasiones, que es de caballo. Se sienta en otra de las camas-sofá, donde tiene una tabla de madera con varios trozos de carne encima.

A estas alturas ya me he hecho amiga de las dos pequeñas y charloteo con el mayor, de unos veinte años. Junto a la tabla de madera hay un orinal; prefiero mirar para otro lado y pienso en el poder del fuego para eliminar bacterias de los alimentos.

Han pasado dos horas desde que comenzó a preparar una sencilla sopa y mi estómago se ha cerrado

La mujer trocea la parte más magra del conjunto, mirándome hasta que le digo que es suficiente carne. Mucha para mí. Lo que aún no sé es que compartiré mi comida con toda esa familia. El fuego de la estufa da calor, el agua de dentro del wok está hirviendo y añade los trozos de carne. El vapor con olor a cordero inunda el guer. Como, entre risas y fotos con los niños, la mujer pasa a la cama de al lado, donde en otra tabla amasa la pasta de harina y agua hasta convertirla en lo más parecido a una base para pizza. Cuando la tiene estirada y con forma redonda, la pasa por encima de la cocina, secándola lo justo para volver a hacer con ella un rollo y cortarla en tiras, creando así unos estupendos fideos que, acto seguido, echa en el insípido agua.

Vuelve a abrir la tapa del wok comprobando que la carne está bien cocida y reparte en varios cuencos la sopa. El más grande, para min. Han pasado dos horas desde que comenzó a preparar esta sencilla sopa y mi estómago se ha cerrado. Tamén, está hirviendo, por lo que consigo comer mucho menos de lo que hubiera jurado hace dos horas. Como lo que puedo sola, en una mesa con unos botes de salsas prefabricados y otra tabla con más carne cruda. Le doy las gracias y pregunto el precio. 5.000 tugruks, unos dos euros. Le pago dándole las gracias.

Salgo de ese ger feliz de haber vivido un momento cotidiano, la hora de comer de unos campesinos

Los niños me acompañan hasta la moto y, como non, se quieren subir. Les hago unas fotos y el hermano mayor me da una dirección de correo electrónico para que se las envíe. Será lo primero que haga cuando llegue a Ulán Bator. Este tempo, la experiencia me ha encantado. Salgo de ese ger feliz de haber vivido un momento cotidiano, la hora de comer de unos campesinos del verde desierto del Gobi.

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Comentarios (1)

  • Mauricio

    |

    Un relato encantador, que muestra la potencia de lo cotidiano y que nos enfrenta a los paradigmas de nuestro estilo de vida.

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