Journal d'une guerre à la frontière turco-syrienne

Al llegar volvemos a ver a esas tres familias sirias que llevan allí dos días. Ellas se sientan alrededor de una mesa con sus hijos que juegan entre las mesas. Ils, todos los hombres, se limitan a ver a todas horas las noticias de un canal que no para de hablar de Siria y de enseñar imágenes de la guerra. Lo hacen en silencio, rodeando la pantalla, con la atención debida de escuchar como otros narran sus vidas.
Campo refugiados sirios, Turquie

Desde la entrada de la ciudad de Reyhanli, a pocos kilómetros de la frontera Siria, comienza una fila de camiones que esperan parados en el arcén. La cola de vehículos estacionada es interminable. Los conductores duermen bajo alguna sombra, hacen comidas con hornillos o charlan en grupos con sillas que han plantado sobre el asfalto.

Cinco kilómetros después, la carretera de dos sentidos tiene la misma escena pero duplica los camiones. Los vehículos frigoríficos son desviados al arcén de la izquierda, dans la direction opposée, mientras que el resto, ya en doble fila, sigue aguardando una cola que nunca avanza. Una carretera que a unos cuatro kilómetros de la frontera entra por la derecha ofrece la misma estampa. Son miles de camiones esperando un paso a la vecina Siria. Muchos de ellos cargan viejos coches asiáticos sin matrícula. Los cálculos que hicimos con el cuentakilómetros de nuestro coche es que la cola era de casi 20 km.

Un guarda pelea a gritos con algunos conductores

En la frontera la confusión es enorme. Un guarda pelea a gritos con algunos conductores. Dan de vez en cuando paso a un único camión y alrededor hay un montón de buscavidas que se acercan a nuestra ventanilla a robar tiempo y pedir dinero a cambio de bajarnos a los infiernos, deducimos de la mímica de sus manos de lata. Sus caras y gestos son agresivos, sus cicatrices son miradas. Algunos son niños o adolescentes, de aspecto humilde, que corren entre los vehículos pateando sus ruedas. Nadie habla inglés y no nos permiten acercarnos más allá de un punto a unos cien metros del borde.

Decidimos volver a la ciudad de Reyhanli, en busca de uno de los campos de refugiados sirios que hay en sus inmediaciones. La ciudad no parece alterada en nada en su normalidad. Los jóvenes salen del colegio y se suben a sus motos o se conectan en los cafés a internet con sus móviles. La urbe está envuelta en los mismos carteles electorales que cuelgan por todas las ciudades del país ante las próximas elecciones locales. Uno espera siempre que el tiempo se detenga a lamentarse ante las desgracias, pero la vida pasa siempre por encima de la muerte. Todo fluye, continue, y sólo los muertos se bajan de esa inercia de movimiento y, avec espoir, les concedemos un pequeño alto de 30 minutos que será su entierro. Rien, pronto todo empieza a vivir, un andar.

¿Sabe dónde podemos encontrar los campos de refugiados?, preguntamos a un tipo que habla dos palabras en inglés. Nos indica un camino en dirección a la ciudad de Hatay. En el trayecto nos cruzamos con numerosos coches con matrícula Siria que cargan con una casa en el maletero. La capota va siempre abierta y las bolsas y maletas están atadas con cuerdas. Esa escena se ha repetido en las últimas horas en numerosas ocasiones.

Es una prisión de gente libre que debe elegir entre vivir o morir indignamente

Enfin, a medio camino entre ambas ciudades, llegamos al campo de Dermikopru. La entrada está fuertemente protegida por soldados armados y barreras de seguridad. Todo el perímetro está vallado con alambre de pincho. Dentro se ve una hilera de casas prefabricadas y cables de luz que cuelgan de todas partes. Es una prisión de gente libre que debe elegir entre vivir o morir indignamente.

Los soldados sólo hablan turco y es la sorpresa de que el pasaporte es español lo que misteriosamente me permite pasar el control de seguridad. Un soldado armado me acompaña hasta una entrada donde hay un torno y un detector de metales. Allí una militar revisa minuciosamente la maleta de una mujer de mediana edad que accede al campamento con sus, semble, dos hijos. Sacan cada prenda de ropa de la maleta mientras espero junto a ellos. La escena me parece profundamente íntima y dura y retiro la mirada con cierta vergüenza.

De pronto llega el comandante de la base. El resto de militares se cuadra y él me invita a entrar a su despacho. Es una sala pequeña, justo al lado de una alambrada interior y una verja que es la última barrera para acceder a esta mini ciudad. Desde ese pasillo se observa que hay una zona donde juegan unos pocos niños, una estructura rectilínea de las calles interiores y una completa instalación eléctrica en las casas prefabricadas. Hay poca gente dentro y no se oye apenas ruidos. Casi todo lo que observo son mujeres.

Dos coches bombas acabaron con la vida de 51 personas y dejaron 140 blessés

El comandante hace llamar a una traductora. La joven, turca, es también una periodista que trabaja allí como profesora. Pronto entra un soldado con unas tazas de té para todos. El comandante, tras escuchar que pretendo entrar y hablar con la gente del campo, se excusa y me dice que “ningún periodista tiene permitido entrar allí sin autorización especial del Gobierno”. Ensuite,, me dice que “España es un país amigo, que somos como hermanos y comienza a hacer llamadas para ver si me puede conseguir un permiso”. La única pregunta que aceptó responder fue: ¿Están ahora mejor las cosas? "Sí", contestó lacónico. (Muy cerca de allí, la 11 Mai 2013, dos coches bombas acabaron con la vida de 51 personas y dejaron 140 blessés).

Se interesa por nuestro propósito de viaje, estamos en ruta hasta el sur de África, y bromea incluso con la posibilidad de venir con nosotros. Finalmente recibe una llamada que confirma que no podemos entrar allí. Se despide amablemente y se acerca a ver nuestro coche. En ese justo instante se escucha a los morteros no muy lejanos retumbar en el horizonte durante casi cinco minutos, él hace un gesto de preocupación y me alarga la mano para despedirse con prisas. Leandro, que luchó en la Guerra de independencia de Guinea Bissau, explica así ese estruendo, como lo explica él todo, con el corazón amasando su cabeza: “Ese sonido no se olvida nunca”.

Ellos saben el sufrimiento que hay detrás de aquellas montañas y ese ruido

Nadie se inmuto sin embargo, ni subió la frente ni hizo gesto alguno. Toda aquella situación extraña para el extranjero que está de paso, nous, parece haberse convertido allí en una cierta rutina. Leandro, cependant, da la vuelta a mi impresión desde la experiencia: “Os aseguro que todos los solados que estaban allí se pusieron muy tensos cuando escucharon los morteros. A eso no te acostumbras nunca. Ellos saben el sufrimiento que hay detrás de aquellas montañas y ese ruido”. Nos quedamos un rato callados mientras volvíamos a nuestro hotel.

Al llegar volvemos a ver a esas tres familias sirias que llevan allí dos días. Ellas se sientan alrededor de una mesa con sus hijos que juegan entre las mesas. Ils, todos los hombres, se limitan a ver a todas horas las noticias de un canal que no para de hablar de Siria y de enseñar imágenes de la guerra. Lo hacen en silencio, rodeando la pantalla, con la atención debida de escuchar como otros narran sus vidas.

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