“Quería ser soldado de las Fuerzas de Defensa de Israel desde que tenía cuatro años”, afirma Sahi. “¿Significa eso que quería matar? Ne, lo que yo quería era que me quisieran, como todos los niños. Cuando jugaba a disparar, mis padres sonreían. No fue hasta que entré en el ejército que me di cuenta de que matar forma parte de los deberes del ciudadano perfecto, todo en nombre de la defensa”.
Sahi fue piloto en las fuerzas aéreas, formó parte de los servicios de inteligencia, sirvió a su país y alcanzó una posición social privilegiada. Logró convertirse en profesor universitario y daba clase con su M16 colgado del hombro. “¿Cómo crees que se sienten tus estudiantes árabes, Sahi?", le pregunté al comienzo de la guerra.
Logró convertirse en profesor universitario y daba clase con su M16 colgado del hombro
Sahi no lo había pensado. Za njega, el arma era un símbolo de poder, de estatus. Representaba todo lo que la sociedad y su familia esperaban de él. Como buen producto de su entorno no se hacía preguntas.
“La mansedumbre es dulce y te aturde, te inmoviliza, te empalaga la capacidad de dudar”, me dice sonriendo, antes de cogerme del brazo y obligarme a frenar en seco. “Cuidado, no las pises”, me advierte, señalando una fila de hormigas que avanzan diligentes.
Caminamos por el Parque Nacional de Palmahim, un lugar bellísimo que soy incapaz de apreciar. Avanzo absorta, escuchando a mi compañero y sintiéndome intimidada por el peso de su historia. Ha pasado ya un año desde que Sahi decidió que ya no más: no más muertes a sus espaldas. Se oponía a la ocupación, “incluso si eso quiere decir que perderemos esta tierra; Nakon, nuestros abuelos vinieron aquí de otros países”.

La conciencia de Sahi había hecho crack, y él me permitía ser testigo de ello. Sé que sería irresponsable, incluso poco ético, entregarme a una colonización ideológica. Así que observo, respondo a las preguntas que me plantea y comparto mi opinión, subrayando que este es un proceso íntimo, suyo, y que yo sólo tengo el honor de ser espectadora, de escuchar sus historias, de escribirlas con su permiso.
Kibutz Be’eri
Se escuchan bombas cayendo sobre Gaza. Sahi y sus amigos tienen un juego: calcular el momento exacto de la explosión. Cuando aciertan, ríen. Sahi siempre gana; lleva ganando toda su vida. “No pensábamos en los muertos del otro lado”, osigurava. “Entonces no habría soldados; nos entrenan para cumplir órdenes, no para cuestionar su peso ético.”
Sahi participó en varias misiones durante la primera semana de la guerra, desde cavar tumbas para los soldados muertos hasta entrar en las casas de los kibutz atacados por Hamás para limpiarlas de cadáveres, de explosivos, de sangre y de los gusanos que crecían día tras día en el pan abandonado sobre las encimeras.
entrar en las casas de los kibutz atacados por Hamás para limpiarlas de cadáveres, de explosivos, de sangre y de los gusanos que crecían día tras día en el pan abandonado sobre las encimeras
El 7 Listopada 2023, durante el ataque de Hamás al kibutz Be’eri, las fuerzas israelíes bombardearon una casa en la que se encontraban rehenes y secuestradores. Cinco miembros de una familia israelí fueron asesinados por su ejército. La decisión del general de brigada Barak Hiram no fue cuestionada por sus soldados en ese momento. “Es mejor una víctima que un rehén con quien el enemigo pueda negociar”, me explicó Zahi.
Días después, Sahi busca restos humanos entre los escombros. Alguien utiliza un tamizador de harina para encontrar dientes. Justo esa semana, él había comprado uno parecido en una tienda árabe, cuya dueña, Samira, era de Gaza. La repostería es su hobby, y acude allí cada semana para comprar los ingredientes que necesita. A veces hablan de recetas, y Samira le enseña trucos: cómo evitar que salgan grumos en la harina o cómo medir bien el azúcar. Se pregunta si su familia estará a salvo en la Franja. La imagina en su tienda, enganchada al móvil, buscando pruebas de vida. Povremeno, escucha una explosión al otro lado y reza para que los muertos no sean los familiares de su amiga, aunque los imagina lejos de allí, a salvo. Pero le parece insuficiente: extiende su oración y reza para que no muera ningún inocente. Aunque sabe que eso es imposible.
Iznenada, entre los escombros, encuentra un juguete. Tenía el mismo hace treinta años, cuando decoraba su habitación con pósteres de aviones de combate y soñaba con defender a su país.

Los bombardeos en Gaza lo sacan de su ensimismamiento. Prvi, se pregunta cuántos niños estarán muriendo a apenas unos metros de distancia. “Es la colateralidad de la guerra”, se dice a sí mismo para calmarse. “Aquí también murieron inocentes, Je li to?". Como si llorar a los muertos propios fuera incompatible con el dolor por los otros.
Emek Refaim
Estamos en un café de la calle Emek Refaim, Ghost Valley. Parece adecuado. Ghost Valley.
En las mesas de alrededor hay dos judíos ortodoxos, una anciana bellísima y una pareja que come por comer. Voy al servicio un momento y me encuentro a una mujer llorando.
-“¿Necesitas ayuda?", pitao.
-"Ne, pero un abrazo sí.”
Abrazo a una desconocida en el baño de una cafetería de Jerusalén y vuelvo a la mesa.
-“¿Todo bien?", me pregunta Sahi.
-"Da", kontekst. “Solo estaba abrazando a una chica.”
Sahi suspira, acepta que la vida a veces es demasiado y no hace más preguntas. La camarera se acerca y él pide dos cafés y algo para comer.
-“Retirar los cadáveres es fácil”, Rekao sam, sin importarle que quizá no sea la conversación más apropiada para el almuerzo. Pero da igual: la guerra no entiende de tiempos.
retirar toda la comida de los refrigeradores que ya no funcionaban y la basura orgánica resultaba más difícil con el paso de los días. El pan se llenaba de moho, la carne y el pescado se pudrían, y había muchísimos gusanos. A pesar de las máscaras, el olor se nos metía dentro, hasta el mismo cerebro
“Sin embargo, retirar toda la comida de los refrigeradores que ya no funcionaban y la basura orgánica resultaba más difícil con el paso de los días. El pan se llenaba de moho, la carne y el pescado se pudrían, y había muchísimos gusanos. A pesar de las máscaras, el olor se nos metía dentro, hasta el mismo centro del cerebro. Aún puedo sentirlo, aún llevo restos de ese olor dentro de mí. Kraju, acabamos tirando las neveras directamente, sin abrirlas.”
La camarera nos trae dos cafés y algo de comer que huele a vida.
Sahi comió; yo me limité a sorber café. Poco después caminábamos de vuelta. Él enfrascado en una llamada para organizar todos los detalles del Bar Mitzvah de su hijo; Ja, distraída con la vida. A veces me sorprendían las pausas en nuestras conversaciones: daban paso a una cotidianidad que parecía absurda frente a la barbarie que tenía lugar a pocos kilómetros de allí, la misma barbarie que íbamos desmenuzando palabra a palabra.

“La zona estaba bajo ataque”, continuó mi amigo inmediatamente después de colgar, sin dejar espacio a ninguna transición amable. “Cada vez que sonaba la alarma, teníamos solo cinco segundos para buscar refugio. En varias ocasiones no llegué, y simplemente me tiré al suelo en la calle, escuchando los misiles silbar sobre mi cabeza y caer cerca, muy cerca. Me di cuenta de que no tenía miedo, y entonces empecé a pensar en los niños de Gaza, supe que ellos sí tenían miedo. Los medios de comunicación y los políticos aseguraban que todas aquellas imágenes que nos llegaban eran propaganda, que no había tantos muertos, que todo era una suerte de escenificación para darle pena al mundo. Pero nosotros éramos parte de aquello, y aunque nos entrenaban para ejecutar sin mirar, muchos empezamos a entender que lo que estaba sucediendo iba más allá de la defensa.”
Jednog dana, Sahi escuchó a uno de sus compañeros asegurar que una niña de tres años, que yacía muerta aferrada a su muñeca, era una terrorista. Lo dijo sin inmutarse, como si repitiera una verdad aprendida. Nadie lo cuestionó.
Sahi tampoco.
Pero esa imagen —el cuerpo pequeño, la muñeca entre los dedos, la etiqueta de “terrorista” flotando sobre ella— se le quedó grabada en la memoria, como una herida que no terminó nunca de cerrarse.
Otro día, escuchó que el ataque a los hospitales estaba más que justificado.
Gente que moría mientras desayunaba, mientras rezaba, mientras hacía las camas. Médicos asesinados mientras trataban de llegar a cubrir una emergencia
“Nos dijeron que escondían terroristas”, , rekao je. “Poco a poco nos fuimos dando cuenta de que no atacábamos a Hamás, sino al pueblo palestino. Kraju, esos terroristas no eran más que padres que peinaban el cabello a sus hijas para acunar su cadáver minutos después. Gente que moría mientras desayunaba, mientras rezaba, mientras hacía las camas. Médicos asesinados mientras trataban de llegar a cubrir una emergencia”.
Miré a mi amigo. A veces hay que ser muy valiente para servirle a otro en bandeja las partes menos gratas de nuestro pasado. Hacerlo pedacitos y quitarle las espinas, para que los que están en nuestro presente no se atraganten.
Entendí por qué Sahi regresó a casa un día y dijo que ya no más. No más muerte. No más defensa de Israel si ello conllevaba un genocidio.
Entonces patologizaron su decisión: “trauma post traumático”, rekao.
Depresión. Ansiedad.
“Sahi, vas a estar bien. Medícate”, le aseguraron.
No pudieron asumir que había tomado la decisión consciente de no seguir formando parte del horror. Pasó de ser un ejemplo para la sociedad y para su familia, a convertirse en la preocupación de ambas.
Siguió dando clases en la universidad, con reservas, y dedicó su tiempo libre a la repostería, que era lo que de verdad le hacía feliz
Siguió dando clases en la universidad, con reservas, y dedicó su tiempo libre a la repostería, que era lo que de verdad le hacía feliz: preparar dulces con aquel tamizador que había comprado a la gazatí Samira.
Samira, que en el transcurso de la guerra acabó perdiendo a toda la familia que aún tenía en la Franja, i da, međutim, seguía vendiendo azúcar y harina a los israelíes que acudían a su tienda.
El corazón en el lado correcto
Acabo de regresar de trabajar en el West Bank. Suena el cañón que anuncia el final del ayuno: estamos en Ramadán. Me siento en el balcón y escucho cómo los vencejos van retirándose, y cómo la calle, normalmente abarrotada en el este de Jerusalén, se sumerge en un silencio absoluto; todos rompen el ayuno con sus familias.
Yo como uno de los croissants de Zahi, cargaditos de azúcar, mantequilla y resistencia.
“Podría contarte una larga lista de abusos y crímenes cometidos por los soldados de mi país”, osigurava. “Crímenes abiertamente apoyados y justificados por miembros de mi familia y amigos. Pero prefiero contarte los momentos que me hicieron ser consciente de que no quería ser parte de todo este horror. El precio es alto; lo he perdido todo, pero podré vivir sabiendo que no miré hacia otro lado. No más vida postiza, no más fraude, no más autoconvencerse de que la defensa de mi gente requiere el genocidio de otro pueblo”.
Crímenes abiertamente apoyados y justificados por miembros de mi familia y amigos. Pero prefiero contarte los momentos que me hicieron ser consciente de que no quería ser parte de todo este horror
Sahi no es el único. Cada vez más soldados y reservistas hablan abiertamente de los crímenes cometidos en Gaza, luchan contra la manipulación narrativa y se enfrentan a la desinformación de los medios israelíes.
“A veces pienso en la facilidad con la que aceptamos matar a aquella familia israelí en su casa, junto a sus secuestradores”, comenta Sahi. “Ahora entiendo que la muerte y la destrucción son siempre la solución rápida del mal llamado ‘ejército más moral del mundo’. El general Barak Hiram no pudo entender que, mientras hay vida, hay oportunidad de salvación. Para él era una cuestión de estrategia. Za mene je, la vida es una cuestión de esperanza.”
Šutnja.
“No sé qué será de mí”, confiesa Sahi. “Al menos sé que tengo el corazón en el lado correcto.”