L'ós es va sacsejar l'aigua, centrifugant-se. Estava aquí, el peluix preferit per als nens, el malson per als campistes i un déu per als ainus. Ho vam veure després de la seguretat d'una tanca i seguim camí, allunyant-nos de l'estany Akan.
Una hora después alcanzamos Furano, una ciudad que canta a la primavera con la eclosión de la flor de lavanda y se viste de luto blanquísimo en la tristeza del invierno. Nosotros llegamos tarde para ver la nieve y pronto para andar entre los campos morados, pues el calendario jugaba a desubicarnos.
La ciudad acababa de despertar, como los osos, sacudiéndose el viento helado y las cafeterías se iban poblando en la sobremesa. Desde que llegamos a Japón, habíamos ido constatando que nunca se ofrece el postre tras un almuerzo. Las muecas de asombro de los camareros nos perseguían cada vez que insistíamos en un dulce para rematar el sushi o las sopas de pescado. En Furano, sin embargo conseguimos que nos sirvieran un postre elaborado a partir de especie de pan dulce con crema, de un tamaño tal que apenas veíamos al comensal que teníamos en frente. Nuestra guía se llamaba Yomiko y sonreía entre divertida y avergonzada al vernos devorar aquel pastel hipercalórico. Y entonces nos desveló el misterio de los postres japoneses. Senzillament, los hombres no comen postre, está mal visto, debilita su imagen viril. Tampoco piden leche ni azúcar para el café. Los japoneses tienen sus manías, com tothom, pero después de un mes en el país, pude concluir que casi todas ellas están ligadas a la imagen pública que proyectan. Y muchas de sus costumbres tienen que ver con una acusada obsesión por ejercer sus roles masculino y femenino. Es parte de una educación que en ocasiones se vuelve tiránica.
Los hombres no comen postre, está mal visto, debilita su imagen viril.
Acabamos el postre y pedimos dos terrones con el café, ya por pura provocación, amparados en nuestra condición de foráneos.
Los campos que rodean la ciudad estaban llenos de actividad. Yomiko se lamentaba al explicar que dentro de quince días Furano olería a lavanda y el horizonte se llenaría de flores. Hombre y mujeres cuidaban los cultivos, pues ahí no hacían distinción de géneros.
Yeray, Pablo y yo decidimos centrarnos en la parte cultural, pues el paisaje aún no se había vestido y salimos de la ciudad para ver si al alejarnos de los 7 Eleven, encontrábamos algún rastro de los ainu, que encajan mejor entre los bosques. Nuestra guía nos llevó a Asahikawa, asegurando que aquella ciudad había sido cuna de la cultura ainu. Nosotros encontramos avenidas llenas de gente con sus i-phone, escaparates con vestidos cortos, bicicletas y centros comerciales. I sí, había un museo enorme dedicado a los ainus, pero estaba vacío, sin visitantes, pues la ciudad entera parecía haber salido al encuentro de la primavera entre las calles.
Habíamos recorrido Hokkaido de un extremo al otro y de los ainus sólo habíamos visto ciudades culturales, tiendas de artesanías y museos. El único ainu puro que conocimos había sucumbido a su futuro japonés y nada hacía presagiar que encontraríamos a un ainu que aún rezara a los osos y se refugiara en su cabañas de madera y paja dándole la espalda al orden, a la disciplina y al consumo. Però allà estava, somrient, esperándonos para llevarnos a su aldea, al mundo pretérito y extinto de los que allí vivieron. Había cambiado de casa, de aspecto y hasta de nombre. Ahora se hacía llamar Keniche, llevaba barba y el pelo largo como sus ancestros y estaba casado con una mujer mucho más joven que él.
Nos ofreció sake, nos mostró un antiguo cementerio ainu y nos habló de sus espíritus.
Nos ofreció sake, nos mostró un antiguo cementerio ainu y nos habló de sus espíritus. El problema de aquel hombre es que al vivir al estilo de los ainus se había convertido en un hippie, en un ermitaño, rodeado por la parafernalia de un Japón que crece tan rápido que apenas hay lugar para esconderse. Keniche tenía un humor envidiable y quería creer, pero no sé si creía del todo. Tenía sangre japonesa mezclada con la indígena y todo indicaba que más allá de su cabaña acogedora había un apartamento en el que tal vez veía los partidos de sumo. Yo tampoco quise preguntarlo, porque también quería creer, como me sucediera con Mr. Fujito, el escultor del lago Akan, pero lo cierto es que esa cultura ya está sentenciada a los museos.
El último día, Yomiko nos llevó a ver otro volcán, uno más accesible esta vez. Asahi Dake es otro coloso que resopla azufre entre los neveros. Grabamos su respiración, sus fumarolas y allí pasamos un buen rato grabando planos hermosos del paisaje siempre violento de los volcanes.
Aquí reina la armonía del caos o el orden de lo imprevisible, por eso te descoloca cada día.
Entonces fui consciente de que se nos había acabado Japón y de que llegados a ese punto no había conseguido entenderlo. Un extranjero que trate de comprender este país acaba enredado en sus contradicciones aparentes. Porque Japón es ordenado en las calles de Tokio y un laberinto de credos en Kumano Kodo, es milenario en tradiciones y tiende al futuro en las pantallas digitales, tiene geishas pintadas de blanco y tribus urbanas con el pelo azul, Japón te seduce con un plato de sushi y te niega un pastel de crema, le faltan papeleras y le sobran pasos de cebra, este país es capaz de renacer de las bombas pero se suicida en los bosques de bambús. Japón se reinventa en su tecnología y se abandona en sus museos, se estremece con los combates de sumo y se escandaliza con una caricia pública, aquí se grita sin complejos en los karaokes pero hay siempre una reverencia callada en los hoteles. Aquí reina la armonía del caos o el orden de lo imprevisible, por eso te descoloca cada día. Puedes vestirte de colegiala, puedes llevar kimono, puedes hacer lo que quieras , creer en lo que quieras y expresarte como quieras pero no puedes ser lo que no se espera de ti. Tiene este lugar historias de paz y guerras, samuráis y pescadores, tsunamis, llegendes, casas de papel y rascacielos de cristal, Japón tiene un mundo entero para sí. Pero si vienes de fuera, como llegamos nosotros, acabas hechizado por su lenguaje de conceptos imposibles y completamente desnortado.