Aviones. Océanos. Una isla. Mira, el mar. Orient Mitjà. Una muntanya.
De pronto un paréntesis.
( )
(Aquí cabe un acontecimiento brutal. Miedo. Soledad.)
Un paréntesis que se asemeja a una ventana recortando el cielo. Una ventana sin horizonte. Una ventana por la que vislumbramos el contorno de la muerte y la enfermedad. Hay una planta sencilla decorando un balcón, irguiéndose sin más metafísica que un poquito de tierra, otro poco de agua y algo de luz. Tan simple. Tan viva.
Un paréntesis que puede ser un pequeño universo que, lejos de romantizar la pandemia, la mira de frente, la sobrevive. Porque lo poético no oculta la fealdad, tampoco la deforma; la acompaña.
Y en esa supervivencia fabricamos viajes a través de las palabras. Per això escrivim. Per això llegim. Per tractar de sublimar tot això que ens passa, que de vegades no som capaços ni de nomenar.
Por eso amamos la vida narrada: los horizontes pronunciados por otros son hermosos. Así recuperamos lo humano que vamos perdiendo en la militancia. Escuchamos plegarias como cuentos, contamos los actos cotidianos como si fueran mensajes de amor.
Las palabras de los otros son ahora océano.
Las palabras de los otros; tierras nuevas.
Los acentos son arquitecturas bellísimas y las palabras que no comprendemos callejuelas de cualquier ciudad desconocida.
Per això escrivim. Per això llegim. Per tractar de sublimar tot això que ens passa
El viaje es una llamada a media noche.
El viaje es un e-mail inesperado: “Cuéntame, cómo estás”.
El viaje es ahora preguntar a alguien a quien crees conocer cuál era el plato preferido en la infancia, i per què.
El viaje es recorrer con los dedos las grietas de la mesa después de la cena, como si fuesen ríos, això és.
Ahora mismo somos millones de almas desconcertadas poblando un planeta
Hay que escuchar más que nunca. Hay que prestar más atención. Las palabras son sendero. Las historias son tierra cuando la vida está en suspensión.
Porque ahora mismo somos millones de almas desconcertadas poblando un planeta. Anomenem "malaltia", "Soledat", "Què", a l'uníson, en diferents idiomes. Alguns parlen de certeses i altres clamen que tota certesa és mentida. Per això hem de seguir viatjant, així, de reüll, així, narrant o escoltant. Moviéndonos a tientas en un paréntesis que nos obliga a reparar en la torpeza, en los tropiezos, en el leve tartamudeo. Vivim un instant fràgil en què un ha de reaprendre com habitar la terra, per evitar ser carn exposada als llops.
Per això aquestes postals íntimes, des de diferents llocs de l'món, que ens parlen de l'universal d'aquest temps convuls.
Para viajar, potser.
O para hacer con los fragmentos de vida una constelación de soledades.
Magari.
Potser. Italiano.
“Era primavera y cumplí seis años. Soplé las velas junto a papá y mamá. De deseo pedí que a mi padre, taxista italiano, no se lo comiera el 2020. Papá le decía cada noche a mi madre: “Lucía, 2020 nos come”.
Aquel año fue el de la infancia, déjeme decirle. Los adultos andaban todos cortos de aire, de pronto parecía que se les habían olvidado las reglas del juego. Pero entonces nos miraban, se arrodillaban y se convertían en verdaderos compañeros de juego. La casa se llenó de “cómo” y “por qué”. Los “síes” y los “noes” dieron paso a los “quizá”. Magnífica infancia aquella.
Recuerdo bajar a tirar la basura y aprovechar para darle una o dos patadas al balón. Un día vino la policía, y créame, la policía para los hijos de inmigrantes es el mayor de los miedos. Hemos crecido escuchando verdaderas historias de terror de estados policiales. El caso es que nos pararon y nos quedamos con la expresión de “La Piedad”, així, mirando a las excusas morir en nuestros brazos. Un niño dijo: “Sólo estábamos jugando. ¿Está mal jugar?” Uno de los polis titubeó: "Sí, bo, a. Potser. Mirad chicos, id a casa.” Y nos fuimos a casa, atónitos de que el miedo mayor de nuestros padres hubiera pronunciado un quizá.
Éramos sandokanes convertidos en piratas. Disfrutando los pedacitos de caos que caían por aquí y por allá mientras los mayores trataban de sostener el mundo que se derrumbaba.
El mundo se cayó. E hizo un ruido espantoso.
Mi madre llenó la casa de estampitas de la virgen de Loreto. Negra y bella, como ella. “Te pido perdón si hemos obrado mal”, juraba. A mi, la imaginación se me recalentó de tanto encierro. Cada vez que me imaginaba de mayor y con novia, me veía con una muchacha con la cara de la virgen. Años más tarde me enamoré de Sarah, tan negra y tan bella como la Loreto, pero de virgen no tenía nada, gracias a Dios.
Los más listos fuimos los que jamás perdimos la curiosidad, aún encerrados entre cuatro paredes
El caso es que fuimos niños en una época en la que abrazar, encontrar, hacer teatro y jugar en la calle conformaban lo prohibido. Hicimos un santoral de lo importante en nuestras ventanas. Ir a comprar el pan era el mayor de los premios; una pausa breve entre aislamientos. Las cosas ligeras de la vida empezaron a caerse, como tejas viejas. Dejó de importar quién era inmigrante y quién no. Dejó de importar el “qué dirán” porque los otros no estaban allí para vernos. Los programas educativos de la televisión nos enseñaron la lección más importante: el aprendizaje no residía en los números o en las letras. El aprendizaje resultó ser la voz del maestro, sus canas, sus zapatos impolutos. El aprendizaje era el camino a la escuela pisando los charcos. El aprendizaje era esconder el malestar que causaba el atracón de dulces. No era más listo quién mejor memorizaba. Los más listos fuimos los que jamás perdimos la curiosidad, aún encerrados entre cuatro paredes.
Murió gente. Vaya si murieron. Nuestra infancia estuvo enmarañada de pérdidas. Le preguntábamos a nuestros padres que si mañana podríamos salir al parque a jugar. Ellos decían: potser.
Potser.
Fíjese, en esa palabra cabe la ternura. Qué suerte crecer entre quizás y no entre verdades absolutas. Nuestra infancia fue un abrazo prieto. Nuestra infancia fue el placer de ver a nuestros padres decir: "No ho sé", mientras nos cogían de la mano para aprender el nuevo mundo juntos.”
Ausländer
Extranjero. Alemán.
Segundo día de cuarentena en una pequeña ciudad alemana. Fiory amasa sorgo fermentado para preparar injera. La cocina huele a su Eritrea natal; una bolsita con chiles secos le recuerda a su infancia. De sobte, su hijo Lamek irrumpe lleno de energía y le pregunta si hoy podrán ir al colegio.
No. Nein. Hoy también nos quedamos en casa.
El niño coge una cuchara y prueba el puré de legumbres que se enfría en la encimera. Suelta una carcajada y se va antes de que su madre pueda reprenderle.
Cuarentena en la tierra prometida. Fiory no puede evitar recordar que hace tres años estaba presa con sus dos hijos en una cárcel del Estado Islámico, en Libia. Recuerda que crió a su hijo de dos años en una celda. Recuerda que parió a su hija a oscuras y en cuclillas y en silencio, para no molestar.
Ahora la quietud suena diferente. El aire fresco entra por la ventana; huele a una mezcla de asfalto mojado y pan caliente. Trata de ahuecar el mal recuerdo y lo corta junto al ajo; així, picadito, picadito, més petit. Pero no desaparece. Solo consigue mancharse las manos. Solo consigue que hasta las paredes huelan.
Aquest cop l'aïllament salva. Aquest cop l'aïllament és afable i dolça, d'estómacs plens
Recuerda acunar a su bebé mientras le cantaba canciones en tigrinya al hijo mayor. ¿Cómo era aquella que su hijo repetía sin parar? Ah!, sí:
“Semira, semira hija de Asmara.
Cerró la puerta de casa. ¿Dónde fue?
Fui a buscarla y no la encontré.
Después la vi en el bosque a la orilla del lago.
Adéu, adéu, adéu, te dejo.
Adéu, adéu, adéu, te dejo.
Adéu, adéu, adéu, te dejo.
Alguien más afortunado que yo te tendrá.”
Sobrevivieron jugando. Sobrevivieron cantando. Combatía la densidad del miedo con su lenguaje ancestral, que era sortilegio, que era mitad oración mitad pasatiempo.
Reconoce a la cuarentena como estirpe suya. Fiory sabe de encierros. Se dirige a la entrada, sorteando los juguetes de los niños. Ese placer. Ese placer de llegar a la puerta y pararse. Acariciar la cerradura. Abrir y cerrar. Ese sosiego que brinda la escapatoria.
Cuando los niños se aburren leen libros de ponies y juegan a que son bomberos. Beben zumo de manzana. Cantan en alemán. Han olvidado esos dos años de oscuridad, de asfixia.
Aquest cop l'aïllament salva. Aquest cop l'aïllament és afable i dolça, d'estómacs plens. Esta vez ella es dueña del tiempo. Ella es quien cierra la puerta. Cauterizando el mal. Aliviada de que sus hijos lloren de aburrimiento, y no de miedo.
美容 Meirong
Bellesa. Chino Mandarín.
Ingredients
-Una taza de arroz para sushi. Uso siempre la misma, la que tiene el borde roto. La que me rompe los labios. La que hiere como una luna menguante. -Una taza y un cuarto de agua. Medir es en realidad un engaño. 3245 muertos por coronavirus en China. Quizá sean más, pero el engaño funciona porque las cifras pequeñas alivian. Cuantos menos sean los muertos más lejana parece la posibilidad de que nos ocurra.
-Cuatro cebollas partidas por la mitad. Me dejaste por ser china. Me dejaste porque no creías en las relaciones interraciales. De pronto mis ojos rasgados asustan a la gente. El nombre de mi país asusta a la gente. Todo el peso de mi ancestralidad me libera de los necios.
-300 gramos de brócoli troceado. En las fronteras hay abrojos que no se pueden arrancar. Este amor mal cortado por el tallo.
-Cuatro cucharadas de aceite. Dijeron algo de “malditos chinos”, y te dejaste impregnar.
-200 gramos de tofu cortado en cubos. El amor es una suerte de unidad. No lo cortas en pedazos para seguir las reglas. El amor debería ser disidencia.
-Cuatro cucharadas de salsa de soja. Qué sabes tú de China, de totes maneres. Más allá de las etiquetas y los granos de arroz. Qué sabrás tú de la belleza y de los siglos. Qué sabrás tú de gastronomía o Tao.
-Una pizca de jengibre. Lo abominable de la racialidad picando en la garganta.
Preparació
1. Enjuaga el arroz hasta que el agua salga clara. Escúrrelo y colócalo en una olla con agua. El Jing se vuelve turbio al mezclarse con el Wei, eso decía mi abuela. A pesar de que nunca salió de la fábrica. A pesar de dedicar toda su vida al negocio de las cabezas de gambas. Mi abuela no pudo comprar su libertad, pero hablaba de ríos para remansar el espíritu. valent. Niça.
2. Cocínalo tapado y a fuego alto. Cuando rompa a hervir baja el fuego al mínimo y cuece durante 12 minutos sin destapar. Reserva. Tengo provisiones suficientes para este encierro. Los granos de arroz caen en la encimera sonando a lluvia buena. Me da miedo morirme. Fortifican la ciudad. El bien común es barbarie. Es un simulacro de no ser. Afuera calima y viento. Afuera las codornices a pares y afiladas cañas de bambú. Afuera la vida celebrando nuestra ausencia.
La pureza es peso muerto en el océano. Al final toda tumba es común
3. Saltea las cebollas y el brócoli en el aceite, a fuego alto. Agrega el tofu, el jengibre y la salsa de soja. Sirve sobre el arroz. Somos buenos muertos en época de hambre. Tan íntegros. Tan limpios. Volverán los grandes banquetes. Recordaremos que hubo una época en la que todos asumimos la máscara. Y por dentro nos estábamos pudriendo.
Para sobrevivir hay que mezclar. Así funciona la ciencia, la cocina, la sangre y la simiente.
No crees en las relaciones interraciales, dices.
China nos da pánico, dices.
La pureza es peso muerto en el océano.
Al final toda tumba es común.