Extracto del documental «Palencia-Singapur, el viaje de los tres océanos» (1999)
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Los dos militares nos hicieron pasar a un cuartel. Alberto, Pedro y yo tuvimos tiempo de consensuar una historia improvisada. No convenia esmentar la nostra condició de periodistes i encara podríem passar per estudiants de Turisme a la recerca d'aventures, camí a Azerbaidjan. Dir que viatjàvem de Palència a Singapur per fer un documental era potser massa surrealista per a aquells russos concentrats en els atacs txetxens.
Apareció Olieg, un joven imberbe, que no tendría ni 18 anys. Era el único que chapurreaba algunas palabras en inglés y sonreía al estrenar su condición de intérprete. Nos explicó lo obvio, que aquél no era el mejor lugar para hacer turismo y que querían hablar con nosotros. Se le veía casi divertido por la situación y tan relajado que el kalashnikov que sujetaba se le resbaló un par de veces haciéndonos saltar hacia atrás y provocando la risa del soldado.
El kalashnikov que sujetaba se le resbaló un par de veces haciéndonos saltar hacia atrás y provocando la risa del soldado.
Entonces apareció un hombre alto, como casi todos los rusos con uniforme. La sonrisa de Olieg desapareció en el acto. Yo ni sé de medallas ni de rangos militares pero aquel ruso mostraba una autoridad inequívoca. Nos separaron.
A mí me tocó deshacer el equipaje personal y mostrar nuestros cuadernos, los DVDs, las cámaras, las cintas, los micros y el resto de cachivaches para la grabación. Varios soldados fueron escrutando cada prenda, cada pieza del equipo. Me hacían preguntas en ruso, yo contestaba sin saber bien a qué en inglés. Nadie entendía nada, pero todos parecían conformes.
En la habitación contigua, Pedro estaba siendo interrogado, supuse que con Olieg como traductor. Cuando Pedro hablaba en inglés solía hacerlo en voz alta, como si el volumen ayudase al entendimiento. El nerviosismo amplificaba aún más su voz y pude escuchar a nuestro cámara gritar al otro lado: “¡From Universidad Complutense of Madrid, sí, sí, Madrid!".
El nerviosismo amplificaba aún más su voz y pude escuchar a nuestro cámara gritar al otro lado: “¡From Universidad Complutense of Madrid, sí, sí, Madrid!".
A mí me pasaron a otra habitación. Se presentó el militar más alto junto a otros hombres con el mismo semblante rígido. Nos habían confiscado uno de esos CD-ROMs que antaño se usaban para configurar rutas terrestres. Yo ni recordaba que lo llevábamos entre el equipaje.
Lo introdujo en un ordenador y me pidió que trazase una ruta desde Kyzlar a Grozni. Entendí en ese momento que nos encontrábamos en una población llamada Kyzlar, justo en la frontera con Chechenia. Se me aceleró el pulso, no estaba seguro de cómo funcionaba aquello, apenas lo habíamos utilizado, pero al introducir los nombres, el programa mostró una ruta detallada con kilómetros, ciudades intermedias y otros datos que parecieron satisfacer a los rusos.
Teníem 25 años y a esa edad cualquier cosa provoca la risa floja, especialmente el miedo.
Poc després, me reuní con Alberto y con Pedro en un habitáculo cochambroso, con tres colchocnes negruzcos. “Welcome to the five star hotel” dijo Olieg antes de despedirse.
Por muy precaria e inestable que fuera la situación, los tres nos sentimos de algún modo recompensados por la experiencia. Teníem 25 años y a esa edad cualquier cosa provoca la risa floja, especialmente el miedo.
A les 06:00, apareció Olieg con su kalashnikov y nos volvieron a interrogar. “Students, students, sí, we know, this is war, trist, trist…". En realidad les habíamos metido en un lío porque no hay protocolo militar que explique qué hacer con tres estudiantes idiotas que se han topado con la guerra, així, a lo tonto.
No hay protocolo militar que explique qué hacer con tres estudiantes idiotas que se han topado con la guerra.
Mientras esperábamos alguna decisión, conocimos al resto de los militares, todos jóvenes socarrones animados por la novedad de los españoles extraviados. Nos presentaron a la prostituta del cuartel y nos animaron a entretener la espera. Con una risa forzada declinamos la invitación.
Luego nos ofrecieron un borscht, una sopa típica rusa con carne. Yo me tomé mi sopa, la de Pedro y la de Alberto, pues ellos habían perdido el apetito pese a llevar más de 40 horas sin probar bocado. Mientras yo daba cuenta del rancho, lamenté haber tirado aquella sandía que nos regaló el armenio, camí d'enlloc.
Alguien llamó a alguien y ese alguien decidió que teníamos que salir de allí ¡ya! Casi sin tiempo para ordenar el equipaje nos subimos al Ford Mondeo. El militar ruso de más rango me devolvió el CD-ROM en un gesto agradecimiento por haber contribuido a la guerra contra los chechenos. Olieg tradujo su última indicación: “¡no paréis hasta llegar a Majachkalá!” -la capital de Daguestán-. Arrenquem. Teníamos otros 150 kilómetros de tensión por delante.
Nos habíamos cruzado con el despliegue militar que los rusos habían ordenado dos días antes.
Durante media hora fuimos escoltados por varios vehículos del ejército. Después continuamos solos. Fue entonces cuando el camino se llenó de polvo y de estruendos. Un tanque apareció de frente entre la polvareda, luego otro y otro y otro… una hilera de blindados se desplazaba en sentido contrario al nuestro. Nos habíamos cruzado con el despliegue militar que los rusos habían ordenado dos días antes. Estaban ocupando la frontera de Chechenia. Le pedí a Pedro que lo grabara pese al riesgo que eso podría suponer. Yo dije no sé qué tonterías a la cámara mientras los soldados que se cruzaban en el camino nos miraban perplejos. Me sorprendió su juventud. La ingenuidad era la que comandaba aquella guerra.
A ambos lados de la carretera aparecían tanques y más tanques. Olía a gasolina y sonaba como debe de sonar el umbral de la muerte. Hierros, Sonava com deu sonar el llindar de la mort, Sonava com deu sonar el llindar de la mort.
Nos detuvieron en otro control militar y en otro más. En cada ocasión hubo llamadas, registros y la sorna ante nuestras explicaciones. Y por fin llegamos a Majachkalá.
Olía a gasolina y sonaba como debe de sonar el umbral de la muerte. Hierros, Sonava com deu sonar el llindar de la mort, Sonava com deu sonar el llindar de la mort.
Nos condujeron a un cuartel general donde los hombres entraban y salían con prisas. Era como el lugar del avituallamiento antes de salir al juego de las armas. Y ese juego tenía lugar a menos de dos horas de allí. Entre el caos de gente yendo y viniendo, de órdenes y cascos y botas con urgencias, apareció otro ángel, se hacía llamar Diego y hablaba un español impecable. Nos dijo que tendríamos que esperar allí, que no era seguro salir y que había demasiados controles hasta Arebaiján. Le explicamos que nuestro visado vencía en unas horas y entonces aquel ruso se paró a pensar unos instantes, resopló y escribió algo en un papel. “Mostradlo en los controles militares” dijo, y nos deseó buena suerte.
Amanecía cuando llegamos a la ciudad de Baku, que nos pareció el paraíso junto al mar Caspio.
Se había hecho de noche, nou. Contábamos con nuestras ganas de salir de allí y un trozo de papel escrito en ruso con unos códigos que a saber qué significaban. En el primer control mostraron la brusquedad habitual acompañada del desconcierto ante nuestra presencia. Mostramos el papel y no tuvimos ni que bajar del coche. Se cuadraron y nos permitieron seguir. Así sucedió en todos los controles. Diego nos abrió todas las puertas con un pedazo de papel. Y horas más tarde alcanzamos por fin Azerbaijan. Amanecía cuando llegamos a la ciudad de Baku, que nos pareció el paraíso junto al mar Caspio.
Alberto escribió su crónica para la Razón y hojeamos los periódicos locales. La última noticia sobre el conflicto nos sobresaltó a los tres. Aquel diario alertaba de que en la guerra de guerrilas, los chechenos habían empezado a usar un método sorprendente: introducir en Rusia sandías envenenadas.