La vieja mochila navideña

Por: Pepa Úbeda (texto y fotos)
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Hasta que llegó la pandemia, había bastante gente que, si podía, se iba de casa en Navidad. ¿Escapando de una «efeméride» que poco tiene ya de sagrada? ¿A países sin «religión estándar»? ¿Lanzados, como dirían los católicos ultras, en brazos de un ateísmo «desatado»? Tal vez. También podríamos incluir a quienes huían del «desenfreno» consumista y gastronómico que reunía a parientes a los que se evitaba de manera pertinaz el resto del año. De cualquier forma, marisco, alcohol y regalos prescindibles terminaban como aliados de la religión.

No obstante, la actual crisis económica —concatenada a la anterior y «de paseo» con la pandemia— ha frenado drásticamente esa orgía de despropósitos, y un espectro amplio del público ha perdido la posibilidad de desaparecer en las antípodas. Sin olvidar que las medidas de determinados gobiernos frente al «bicho» son lo suficientemente estrictas como para impedir cualquier veleidad escapatoria. Con el aditamento de posibles pandemias en el futuro, consecuencia del «desentumecimiento» de otros virus a causa del cambio climático, que continúa su curso incontinente hacia el futuro.

Un hecho curioso, sin embargo, es que las familias se sienten desmoralizadas por no poder reunirse con sus seres queridos, si bien tengo constancia de que algunas de esas familias eran bastante proclives a llevar a cabo la huida de la que he hablado en el primer párrafo.

Una amiga que trabajaba en Urgencias me comentó que Nochebuena y Navidad eran días con un amplio número de pacientes víctimas de arma blanca

Me pregunto si no habrá una especie de «autotrampa emocional» o falseamiento consciente —en dicho «club» podríamos incluir a los «negacionistas»— para atacar a los gobiernos por no dejar que nos reunamos más de diez allegados de una sola tacada. Lo digo porque una buena amiga, que trabajaba en Urgencias de un renombrado hospital valenciano, me comentaba que la noche del 24 de diciembre y el mediodía del 25 eran días con un amplio número de pacientes víctimas de arma blanca en los hogares. ¿Será cosa del turrón y el alcohol o habrá más?

Mi curiosidad innata me llevó, cuando era profesora de un instituto de secundaria, a preguntar varios años y de forma anónima a mi alumnado en cuántas de sus reuniones navideñas familiares no había habido ni un solo enfrentamiento. La media solía ser de dos o tres alumnos por cada 200… ¡Cuánto material psicoanalítico interesante! ¡Cuántos combates evitaban aquellas escapadas navideñas «prepandémicas»!

Con todo, de unos años para acá, hay familias compuestas por un número considerable de generaciones —abuelos, padres, hijos y nietos— que deciden celebrar los «fastos navideños» emigrando a exóticas regiones; generalmente, en un crucero que suele pagar el patriarca en un alarde de generosidad.

Hay familias de varias generaciones que deciden celebrar los «fastos navideños» emigrando a exóticas regiones, generalmente en un crucero

El principal «pro» de tal decisión es que las refriegas familiares se diluyen en un ambiente distendido y con presencia de demasiados testigos como para manifestarse de forma pública. En cuanto a los múltiples «contras», de acuerdo con expertos medioambientales y sanitarios, los barcos destinados al turismo son una de las vías que más contaminan los océanos, porque los desechos humanos que expele dicho transporte se vierten directamente al mar sin ninguna medida precautoria y, además, suelen ser abundantes. Por el número de usuarios y las cantidades ingentes de comida que engullen y de pañuelos desechables que echan por la borda.

Este modelo expedicionario, que tiene poco de aventurero y mucho de irrespetuoso con el planeta que ocupamos, puede verse sometido también a graves lacras morales. Ahora mismo, me viene a la cabeza aquella nave que zarpó durante la primera ola de la pandemia y que empezó a acumular cadáveres. Ningún gobierno quería acogerla en alguno de sus puertos por temor a que les transmitiesen la nueva peste. Como irán apareciendo nuevas pandemias, habrá que ir pensando en la oportunidad de disfrutar de otro medio de transporte no tan frágil.

Por lo que respecta a la despedida del año que se iba y la bienvenida al que entraba, podía encontrarnos en nuestra residencia habitual, en cuyo caso la ciudadanía celebraba —nunca he terminado de entender por qué no se celebra el solsticio, bastante más original— el acontecimiento con más comida, bebida y algún que otro matasuegras. En cuanto a los que acostumbraban a marcharse, optaban por la nieve —lo que podía conllevar, a falta de práctica, un esguince como mínimo o una fractura seria por lo general—, alguna ciudad de moda donde comprar todavía más o algún destino exótico de largo kilometraje.

Este año los entusiastas de este tipo de expediciones no lo tienen nada fácil

En cualquier caso, este año, los entusiastas de este tipo de expediciones no lo tienen nada fácil; por tener el bolsillo vacío, a causa del duelo por alguna pérdida importante o por el peligro de que nuestro amigo vírico haga una de las suyas. Tampoco lo tienen fácil quienes se queden a causa del veto a reuniones multitudinarias.

Finalmente, nuestro país celebra la festividad de los Reyes Magos —originarios de Oriente— quienes traen los regalos a nuestra ciudadanía. En otros lugares, la entrega de obsequios se celebra de manos de Santa Klaus o Papá Noel. Pese a que procedía de una región de Turquía —país hasta no hace mucho ampliamente visitado en Navidades por nuestros paisanos—, las malas lenguas nórdicas afirman que bajaba a Almería a recoger los regalos. Otro incansable viajero, pues.

Pero volvamos a quienes nos abandonan durante una quincena para viajar sin agencias turísticas de por medio ni impelidos por la necesidad de huir. Son los que más me interesan, porque viajar es para ellos una especie de droga.

A mí misma me ocurrió más de una vez. Todavía recuerdo que, unos meses antes de Navidad, como ya sabía adónde quería ir, compraba el billete de avión para conseguir precios más asequibles. Después, a principios de diciembre, empezaba a anotar todo lo que necesitaría, que no solía ser mucho, por aquello de andar ligera de equipaje. Un par de días antes de la partida, ya tenía la mochila a punto y la salida de casa la emprendía cargada de energía. Luego —a menudo tras casi un día entero de vuelos y aeropuertos diversos—, cuando bajaba del avión, procuraba no apresurarme camino de la cinta que me devolvería la mochila. Nadie me esperaba ni, por tanto, tenía que correr para abrazar a familiares de quienes había estado separada, como ocurre con los inmigrantes.

Un par de días antes de la partida, ya tenía la mochila a punto y la salida de casa la emprendía cargada de energía

Posiblemente, dichas separaciones no supongan excesivas tensiones en las reuniones familiares, pues la distancia suele estar rodeada de melancolía y buenos propósitos.
Una vez ante la cinta, con presencia de espíritu, iba observando la llegada del equipaje de mis compañeros de vuelo. Solía aparecer al trote y recogido con alegría por sus propietarios. Si mi mochila no aparecía enseguida, cruzaba los dedos para que se presentase: siempre resulta incómodo que tus pertenencias acaben durmiendo el sueño de los justos en algún aeropuerto lejano.

Cuando, finalmente, se presentaba, me parecía un poco más vieja; quizás por haber pasado muchas horas en las fauces de unos cuantos aviones y sacudida sin piedad por quienes trasiegan el equipaje; quizás aterrada por haber convivido en las tripas de alguna aeronave despegada de una zona de conflicto; quizás cautivada por alguna historia que le habían contado sus maletas vecinas. En cualquier caso, mi vieja mochila se convirtió con el paso de los años en escuchadora y cronista habilidosa de portentosas leyendas.

Una vez juntas de nuevo, mi mochila y yo nos enganchábamos la una a la espalda de la otra y nos convertíamos en feriantes de aventuras y acróbatas de diarios de viaje, rodando a voluntad y obstinadamente hasta que el calendario nos avisaba del final de la aventura. Volvíamos con algunos romances prodigiosos arrancados a la afanosa cinta de la vida; quizás para contarlos en alguna revista especializada en experiencias viajeras del pasado.

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