El objetivo, dos dedos de agua sobre el suelo de mármol. La herramienta, decenas de escobas empuñadas por jóvenes voluntarios que, disciplinados, siguen las instrucciones del director de su particular orquesta. A su son y en un espectáculo perfectamente sincronizado, arrinconan el líquido empujándolo desde uno y otro lado hasta que consiguen que se cuele por la alcantarilla, de donde una rata despistada sale huyendo al exterior. Un barrendero levanta los ojos: monjes, turistas, policías y devotos pululan entre templo y templo, entrenándose en el arte de desenfundar el paraguas.
Es el monzón haciendo de las suyas en uno de los rincones más famosos de Birmania: la Shwedagon pagoda de Yangón, decenas de templos ordenados en círculo en torno a una estupa central maciza de cien metros de altura recubierta de oro. Sirven de refugio del agua, de espacio de oración, de contemplación y, también, de protesta. Fueron el escenario de la revolución azafrán hace siete años, cuando los monjes se levantaron contra la dictadura haciendo de barrera entre los militares y el pueblo. Hoy caminan tranquilos y sonríen al viajero protegidos por sus paraguas a juego con el hábito.
Los monjes de la revolución azafrán hoy caminan tranquilos y sonríen al viajero protegidos por sus paraguas
Una tarde bajo la lluvia en la gran pagoda brinda la ocasión de parar, mirar, sentir e intentar comprender algo más de Birmania, uno de los países más pobres, amables y fascinantes del sudeste asiático que atrae cada vez a más turistas.
Lo primero que se siente es el frío del mármol bajo los pies. Zapatos, tirantes y pantalones cortos están vetados en estos espacios. Dentro, estatuas centenarias y reliquias de Buda conviven con pantallas LCD y neones en una curiosa mezcla algo hortera para los no entendidos. El dorado es el color predominante, reluciente oro que contrasta con las calles polvorientas, la basura y las casas a medio hacer de la capital. Y es que en Birmania sólo brillan los templos, orgullo del país.
Lo primero que se siente es el frío del mármol bajo los pies. Zapatos, tirantes y pantalones cortos están vetados
Bajo sus techos, viendo la lluvia arreciar, se acerca un monje. Cierra el paraguas y empieza a hablar en inglés. País, edad, profesión… Saca el móvil, un smartphone de última generación, y muestra las fotos de sus viajes: Malasia, Singapur, hoteles de muchas estrellas y compañía extranjera. No viaja para dar conferencias ni enseñar budismo. “Visiting”, contesta. Más contrastes.
Procesiones de monjes recorren al alba a las calles de todos los pueblos birmanos con unos recipientes ovalados colgados del brazo. Reciben así la comida del pueblo. Llevan una vida sencilla y sólo pueden tener unas pocas posesiones: paraguas, tres túnicas, un cinturón, una cuchilla para afeitarse la cabeza y aguja e hilo. El smartphone no está en la lista, pero algunos, como él, lo esconden en un bolsillo interior y lo usan con descaro.
Estatuas centenarias y reliquias de Buda conviven con pantallas LCD y neones
Entre los hábitos azafrán destaca un río de monjas vestidas de rosa. Son niñas y adolescentes samaneris que, en perfecta fila, recorren divertidas los templos como de si un juego se tratara. Birmania tiene casi medio millón de monjes y monjas -más respetadas que en otros países asiáticos- en una población de 53 millones, casi una de cada cien personas.
Todos los birmanos pasan algún periodo de su vida en un monasterio budista, refugios de paz y naturaleza hasta en la más ruidosa de las ciudades. Por eso su presencia es constante y su poder, también. Son un referente social, altamente respetados por el pueblo y temidos por un Gobierno dudosamente democrático recién salido de décadas de dictadura.
El atardecer llega y las luces de las farolas se reflejan en el agua, concediendo al lugar un aspecto si cabe más místico
El atardecer llega y las luces de las farolas se reflejan en el agua que cubre el mármol, concediendo al lugar un aspecto si cabe más místico. Los neones verdes piden la vez. Hacen un extraño juego con el dorado de las estupas y el azul del cielo. Es hora de salir a las bulliciosas calles de Yangón. Seis millones de habitantes en una ciudad que crece exponencialmente a ritmo de grúa y petróleo. Detrás quedan los templos, por delante un mundo de experiencias siempre a golpe de sonrisas y amabilidad. “¡Mingalaba!”.