Katmandú: el equilibrio del desconcierto

Por: Ricardo Coarasa (texto y fotos)
Previous Image
Next Image

info heading

info content

Viajamos buscando el desconcierto de la lejanía, un cierto extravío que nos reconcilie con nuestros instintos, adormecidos por el tedio que devora las horas y los días. Sentirse por fin un extraño es, desde luego, una de las sensaciones más placenteras que cualquier viajero puede experimentar. A partir de ahí, toca recomponerse y sobrevivir a las dudas, manteniendo el complicado equilibrio del intruso rodeado de un mundo que desconoce y que a duras penas llegará a comprender. Somos nosotros pero, a la vez, somos otros, ese alter ego que sólo asoma lejos de casa y que no quiere saber nada de móviles ni relojes. La insaciable curiosidad de la infancia brota ahora a borbotones y empezamos a conocernos a través de los ojos de los demás, ésos que nos observan con asombro o dejan resbalar sobre nuestras sombras una fría mirada de desdén.

En la plaza de Asan Tole, en el epicentro comercial del viejo Katmandú, sentí al instante esa súbita y placentera sensación que desubica tus rutinas y que suele anticipar un gran viaje. Nada de lo que veía se parecía a nada que hubiese visto antes. En esa pequeña plaza confluían ocho calles sin aceras ni semáforos, el vórtice del caos que parecía querer tragarnos a todos. Y en este caso es necesario precisar qué significa todos: un endemoniado ir y venir de bicicletas, motos y coches que no dejaban de hacer sonar sus cláxones abriéndose paso entre el gentío, sorteando puestos callejeros que parecían dibujados por Hergé. Obligado no dudar.

Somos nosotros pero, a la vez, somos otros, ese alter ego que sólo asoma lejos de casa y que no quiere saber nada de móviles ni relojes

Me paré unos segundos disfrutando de ese equilibrio del desconcierto, una sinfonía desafinada en la que uno se sentía como una nota discordante. Nadie parecía preocupado. Ese fenomenal desorden circulatorio observado por dos templos, los de Annapurna y Vishnu, y una pagoda, la de Ganesh, era su rutina. Se habían habituado a no sobresaltarse por el sobresalto.

Me había puesto una camisa de manga larga y la llevaba ya completamente empapada. En las intrincadas calles del corazón comercial de Thamel, la suciedad salta a la vista. Los desperdicios se acumulan en pequeños montículos en los que husmean los perros. Durante un recorrido de cuatro horas por el centro de la capital de Nepal sólo vi una papelera, en la plaza de Basantapur («las calles son muy estrechas y no hay sitio para ponerlas», me explicaron). El asfalto se retuerce hasta resquebrajarse y los viandantes escupen sus esputos sin ningún miramiento. En una esquina, un niño duerme agazapado ajeno al bullicio. Hombres y vehículos forman un todo sincronizado en esta perfecta sinfonía del ruido en la que, sorprendentemente, me siento feliz.

En esa pequeña plaza confluían ocho calles sin aceras ni semáforos, el vórtice del caos que parecía querer tragarnos a todos

Las mercancías de los comercios y de los ambulantes se acumulan en sacos a pie de calle, junto a diminutos portales de aspecto ruinoso. Es imposible no cruzarse con algún nepalí, incluso niños, acarreando enormes fardos sobre la espalda, que equilibran sujetándolos con una cinta a su frente. Estos aprendices de Sísifo están por todos lados y resulta milagroso que no tropiecen con nadie pues suelen ir con la mirada clavada en el suelo. Los comerciantes atosigan al viajero con cierta resignación a la derrota y, de vez en cuando, algún sadhu (santones hindúes) de pacotilla se arrima y pide unas rupias para señalarte el tikka en la frente, ese tercer ojo que ve más allá de las apariencias. Si les miras de frente no hay escapatoria, porque la verborrea incomprensible se desata sin compasión.

Caminando entre la barahúnda de gente los olores son tan intensos como las sensaciones. Huele a suciedad, pero también al enebro y al incienso que arden en las ofrendas, al aceite de las lamparillas de los templos donde los molinillos de oración esparcen al denso aire de Katmandú las plegarias de los fieles. Porque recorrer Thamel y Durbar Square es aventurarse por los recovecos donde, de pronto, emerge un templo en un patio interior, una pagoda refugiada del bullicio, un altar adorado por un niño o una casa newari de casi tres siglos de antigüedad, con sus inconfundibles balcones tallados en madera obligados a alternar con la amalgama de cables al aire que sobrevuelan nuestras cabezas.

Recorrer estas calles es aventurarse por los recovecos donde, de pronto, emerge un templo en un patio interior, una pagoda refugiada del bullicio o un altar adorado por un niño

Tras dejar atrás esa sublimación del ajetreo, caminar por las calles peatonales de Durbar Square, el conjunto monumental más significativo de Katmandú, es una tregua que viene bien para recoger las cenizas de nuestra rutina, que se ha quedado en las calles de Thamel, entre los fardos de ropa y la imposible sincronía de hombres y vehículos, en ese perfecto equilibrio del desconcierto que uno siempre añora cuando regresa a casa.

  • Share

Comentarios (5)

  • Mayte T.

    |

    Qué bonito!! Me encanta como escribes Ricardo, pura poesia y emoción.

    Contestar

  • Lydia

    |

    Lo describes tan bien que casi podemos sentir tus emociones, los olores, etc. ¡Qué bien utilizas los adjetivos!

    Contestar

  • Ricardo

    |

    Gracias a los tres. Evidentemente, esto sólo es un pellizco de Katmandú, donde me sentí muy cómodo, pese a que los maoístas estaban a las puertas de la ciudad, a punto de derrocar al rey Gyanendra (de hecho lo consiguieron unos meses después) y todo los días había manifestaciones y altercados. Sólo pretendía evocar ese desconcierto que, desde la distancia, incluso se añora. Abz

    Contestar

  • Clarisa

    |

    Qué hermosa página que encontré por casualidad, os felicito por la belleza de esas imágenes y palabras.
    Ya sin duda, me tendréis por vuestro sitio a menudo. Un placer.
    Saludos.

    Contestar

Escribe un comentario