Nakuru: los flamencos no quieren volar

Por: Ricardo Coarasa (fotos Luis Berges/ R. Coarasa)
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La Torre Eiffel con andamios. El puente de Carlos en obras. Un apagón en Times Square. Las cataratas de Iguazú sin agua. El ascensor del Empire States estropeado. Viajamos, demasiado a menudo, detrás de postales que no admiten notas a pie de página. Y si, al llegar, la postal está mustia, los colores no brillan como esperábamos o, simplemente, lo que vemos no tiene nada que ver con lo que soñamos, la decepción suele oscurecer los matices, esos que distinguen un simple viaje de una experiencia inolvidable. Afortunadamente, el ascensor del Empire funciona como un reloj suizo y la Torre Eiffel no suele necesitar de andamios. Pero, con la Naturaleza, todo es distinto.

A 156 kilómetros al noroeste de Nairobi se encuentra una de esas postales, uno de esos lugares donde esperamos que todo se desarrolle como una sinfonía perfecta. Pocos sabrían situar el lago Nakuru en el mapa de Kenia, pero casi todos hemos visto la asombrosa coreografía de miles de flamencos sobrevolando la sabana como un abanico de aves de una película de Disney. Eso que el ornitólogo neoyorquino Roger Tory Peterson (siempre hay un naturalista dispuesto a cincelar una frase redonda sobre un paisaje fascinante) definió como “el espectáculo de aves más sobrecogedor del mundo”. Y cuando viajas en dirección a Nakuru lo haces, sobre todo, detrás de esa imagen, algunos incluso con la firme convicción de que, si todo no sale según lo previsto, te devuelven el dinero. Poco importa que este parque natural concentre a 450 especies de aves en sus casi 190 kilómetros cuadrados. Los flamencos tienen que volar.

Viajamos, demasiado a menudo, detrás de postales que no admiten notas a pie de página

Pese a que las legiones de flamencos han ido menguando (llegaron a sumar casi un millón de ejemplares) el “lago rosado” atrae cada año a más de 100.000 turistas. Un buen puñado de dólares para garantizar su supervivencia pero, a la vez, una amenaza latente por la masiva presencia de vehículos y la acumulación de residuos en la vecina Nakuru, una de las ciudades más grandes de Kenia.

A la entrada de la reserva, nada de flamencos, sino un pellizco de realidad: el guarda nos pide una tarjeta de crédito para cobrar los tickets. Es un paisaje de acacias de tronco amarillo y bosques de euforbias, los característicos “cactus candelabro”. La vegetación se condensa a cada paso y mientras avanzamos hacia el lago, que en temporada de lluvias puede alcanzar los 40 kilómetros cuadrados, de entre la maleza asoma el cuerno de un rinoceronte negro que alborota al pasaje, deseoso de llegar a las orillas del Nakuru antes de que empiece a llover.

Casi todos hemos visto la asombrosa coreografía de miles de flamencos sobrevolando el lago Nakuru

Una vez allí, nos bajamos de los vehículos con los chubasqueros puestos mientras el agua empieza a caer. Caminamos por un humedal de huellas de salitre, el fondo del lago en época de lluvias. Ahora, la lámina de agua está reducida a apenas cinco kilómetros cuadrados. La multitud de flamencos se confunde con centenares de pelícanos blancos de obscena papada. Con la cámara preparada, los turistas esperan ser testigos del deseado vuelo, que al escritor británico Evelyn Waugh le evocó el “polvo de una alfombra al sacudirla”. El sol se está poniendo y la teoría apunta que esta hora es la más propicia para que las aves pinten el cielo de estelas fucsias. Pero los flamencos, hoy, tienen otros planes.

El chaparrón vespertino incomoda la espera y dificulta las fotografías. La súbita irrupción del arco iris en un horizonte tan africano hace renacer, por unos segundos, las esperanzas de volver a casa con la foto soñada. Los flamencos, ajenos a todo, se afanan mientras en liberarse el plumaje de parásitos con el pico o en remover las aguas del lago en busca de algas. “El espectáculo de aves más sobrecogedor del mundo” seguirá encerrado en una postal, en un documental de National Geographic. Y así debe ser.

Los flamencos, hoy, tienen otros planes. “El espectáculo de aves más sobrecogedor del mundo” seguirá encerrado en una postal

Es la primera lección que te dan los parques naturales de África y hay que aprenderla pronto. Correr detrás de una postal tiene la desventaja de perderte otras muchas por el camino. De vuelta a Sarova Lion Hill, la decepción se mascaba en algunos compañeros de todoterreno. Pero, en apenas media hora, vimos a un leopardo vigilar a una cría de gacela en un herbazal; a avestruces despistadas junto a un nutrido grupo de antílopes; a jirafas Baringo (trasladadas hace medio siglo de la vecina Eldoret, donde arruinaban las cosechas) ramoneando las ramas de los árboles, y disfrutamos de las acacias encendidas por el sol a punto de claudicar. Un espectáculo que no merecía el sinsabor de unos cuantos cientos de flamencos reacios a volar. Porque hoy, simplemente, no tocaba.

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