El 3 de abril de 1526 Sebastián Gaboto, un italiano al servicio de la Corona española en la empresa de Descubrimiento, parte de Sanlúcar de Barrameda rumbo a las Américas investido de la máxima autoridad marina que existía en España: la de Piloto Mayor.
Tras hacer escala en las islas Canarias y en las Azores, la expedición atraviesa el Atlántico y llega al actual Pernambuco, donde encuentra, por azares de los viajes, a dos cristianos supervivientes de una expedición anterior cuyos testimonios confirman las esperanzadoras sospechas de Gaboto: hay metales preciosos poniendo rumbo al sur.
Desobedeciendo las órdenes de la corona, el italiano entra en el Río de la Plata y encuentra a otro superviviente que corrobora la existencia de piedras preciosas y de numerosas riquezas siguiendo el curso de un río… Gaboto deja a parte de la tripulación en dos campamentos improvisados, arma una carabela y una galeota, y en junio de 1527 de la mano de la fantasía empieza a remontar el río Paraná.
Desobedeciendo las órdenes de la corona, el italiano entra en el Río de la Plata y encuentra a otro superviviente que corrobora la existencia de piedras preciosas
Es el primer occidental que se adentra en esas aguas. Varias millas al norte, a unos 50 kilómetros de lo que hoy es Rosario, funda el primer asentamiento en tierra firme que existe en las orillas y sigue navegando río arriba, impulsado por el sueño irrompible de las piedras preciosas, que se convierte en la médula ósea de la primera exploración fluvial.
Casi 500 años más tarde, Alexis Grinberg, oceanógrafo del recién nacido Acuario de Rosario, nos guía por un espacio moderno flanqueado por unas cristaleras de varios metros de altura y por unos laboratorios de última generación hasta una sala donde, nadando en unos enormes recipientes de tecnología avanzada, nos reciben pirañas, bagres, bogas, palometas y en la última pecera, ondulándose como bailarinas, las rayas de agua dulce típicas del Paraná.
Estamos en uno de los centros de investigación más modernos de Argentina, en la ciudad de Rosario, que hoy combina leyendas de navegantes con investigaciones de impacto, cines con teatros secretos, y salas de cultura barriera con fábricas de cerveza artesanal. Es una sorpresa. Una ciudad que imaginábamos llena de puertos mercantes y nostalgias del descubrimiento ha resultado ser un nicho de juergas inesperadas y un epicentro de cultura sensorial.
Una ciudad que imaginábamos llena de puertos mercantes y nostalgias del descubrimiento ha resultado ser un nicho de juergas inesperadas
Antes de estar en el Acuario hemos estado en el Teatro El Círculo, donde Lucía, una estudiante con camiseta marinera, media cabeza rapada y pelo amarillo limón nos ha dicho en pleno escenario. “Shhhh…. ¿Escucháis eso?”.
“¿El qué?”, preguntamos.
“Eso”, dice ella señalando con la cabeza hacia el techo.
Varios metros por encima de nuestras cabezas se extiende una oscuridad vertical intercalada por tramos de vacío, telones deshilachados y cuerdas de galeón. Parece que hay un tesoro escondido en ese hueco rectangular del que emanan unos sonidos parecidos a grillos de noche oscura y zumbidos de abeja.
“Son murciélagos”, aclara. Y es que, en la bóveda celeste del teatro de Rosario vive, aceptada tras informes y conclaves de sus propietarios, una colonia de murciélagos que en su inercia por acatar las funciones tróficas, esquilma con eficacia cualquier polilla coyuntural.
Varios metros por encima de nuestras cabezas se extiende una oscuridad vertical intercalada por tramos de vacío
En esa misma frecuencia de cultura sensorial y búsqueda de joyas que dejó Gaboto marcada en los territorios de la orilla, vamos a la feria de Oroño y nos enredamos entre cestas de mimbre chileno, artesanía criolla, trenzados tradicionales y casas de muñecas de latón; vamos a la feria del helado artesanal y sorteamos montañas de cucuruchos de helados de cerveza local, dulce de leche y caipirinhas irreverentes; vamos a dar un paseo por la ribera y terminamos haciendo fotos al ritmo del rock rosarino en un escenario estival.
Y por fin llega el momento de poner los pies en el agua, de subir, en fila india, al barco turístico que nos lleva a mecernos excitados como niños y exploradores en las superficies templadas del río. Asomados a la barandilla, con el cuerpo colgando, nos llenamos de brisas marinas la cara y alargamos las manos como si, en un intento de hacer olas con los dedos, pudiéramos acariciar las ondas del agua.
Qué adrenalina tan primordial y primitiva le empantana a uno cuando se sube a un barco. Que secreción misteriosa de aventura y de miedo, de respeto y de diversión. Hablamos con los viajeros, nos hacemos fotos, corremos de la proa a la popa en un intento de alargar el poco tiempo que tenemos antes de llegar al banquito de San Andrés, donde los rosarinos ociosos se bañan y toman mojitos explosivos. Una isla coqueta donde los conceptos paraíso y descanso se combinan con la sombrilla de Coca Cola y la fiambrera de plexiglás. Parece que hay una escuela en el banquito de San Andrés a la que van los niños de las pocas familias que viven en la isla, muchas de los cuales no han visitado Rosario jamás. Cada mañana, un barco lleno de maestras rosarinas atraca en las costas y cada tarde ese mismo barco las trae de vuelta al hogar.
Asomados a la barandilla, con el cuerpo colgando, nos llenamos de brisas marinas la cara
Parece también que los rosarinos reclaman el territorio y que la provincia de Entre Ríos lo pretende también. Para el señor que nos guía hasta un chiringuito “es como si fuera la raya del mapa”, sugerencia que nos hace volver al imperialismo traicionado de Gaboto, que volvió a España relatando maravillas de monedas y de joyas imposibles que nunca llegó a mirar.
Pero ese río sigue oliendo a aventura y a ganas de saber más, y aunque las piedras preciosas que buscamos hoy sean en realidad unas playas que se dispersan en el delta, si uno logra sustraerse a Luis Fonsi y a sus ritmos colindantes, al skyline de Rosario y a los selfies de agua dulce … si uno logra mantener en el pecho la potencia creativa y cantante que las ciudades con cultura y horizontes entregan para jugar, entonces, francamente, somos filibusteros de aquellos tiempos que nos adentramos con la fantasía intacta desobedeciendo a la Corona en las aguas del Paraná.