Saris burdeos, esmeraldas y amarillos que en su día vestían a mujeres sonrientes se mueven hoy entre las calles de Katmandú teñidos de sangre y barro. Los niños, siempre presentes, lloran hoy a sus padres, y los padres buscan desesperados a sus hijos. Montañas de ladrillos rojos, polvo y esqueletos de edificios conforman el paisaje de la capital de Nepal, una ciudad que conocí hace más de una década de un país al que siempre dije que volvería. Y al que volveré.
Con estos pocos párrafos quiero excavar en mis recuerdos y recordar ese maravilloso viaje que hice a Nepal, a modo de homenaje a los que hoy tanto sufren.
2004, tenía 24 años y era mi primera vez en Asia. Empezamos por India y llegamos a Nepal agotados, exhaustos de tanta intensidad de olores, sabores, imágenes y sentimientos. Atravesamos la frontera entre los dos países en autobús, uno de esos repletos e incómodos vehículos que recorren caminos angostos por mitad del Himalaya y en los que cada minuto rezas (a lo que sea) que no se salga del camino, mirando aterrada el precipicio por la ventanilla. Después de unas cuantas horas, la suerte está echada, la mente aprende a relativizar y a fiarse, así que te relajas. Ayuda mucho la gente, tranquila y sonriente, con esa paz característica de los países budistas.
Llegamos a Nepal desde India en autobús agotados, exhaustos de tanta intensidad de olores, sabores, imágenes y sentimientos
Y es que Nepal, después de India, es como un lago de agua limpia y templada en un día de verano. Es paz y amor, es parejas de hombres y mujeres tratándose de igual a igual, es la majestuosidad de sus montañas y la sencillez de sus habitantes. Los músculos se relajan, el ritmo vital baja.
El autobús nos llevó a la capital, Katmandú. La recuerdo con mucho cariño y me cuesta imaginar la destrucción de Thamel, ese barrio de calles estrechas y edificios mal colocados, animado por mochileros y lleno de restaurantes, bares y agencias de viaje locales. Tan mal colocados que no han aguantado el embate de la madre tierra. Allí hay más destrucción aún.
Me cuesta imaginar la destrucción de Thamel, ese barrio de calles estrechas y edificios mal colocados animado por mochileros y restaurantes
¿Qué habrá sido de la pagoda de Boudhanath? Tengo grabado en la mente un atardecer sentados en ese inmenso templo patrimonio de la humanidad, viendo pasar, tranquilos, a los monjes, los primeros monjes budistas que veía en mi vida. Allí aprendí los rudimentos del rezo a Buda, haciendo girar esas ruedas a modo de oración y encendiendo incienso como ofrenda. ¡Qué paz!
Fueron mis primeros templos budistas, con ese aire a película en technicolor y esos fieles caminando de uno a otro con sus flores, dulces y velas, en espaciosas plazas que conectan unos edificios con otros dejando espacio para sentarse, tumbarse, meditar, leer o dormir.
En Nepal aprendí a querer a Asia. Tengo grabado en la mente un atardecer sentados en el inmenso templo de Boudhanath
Recuerdo muchas escenas con niños, esos niños que hoy serán ya adolescentes y que sufren la pobreza de un país pobre entre los pobres. Se reían con tu sonrisa, jugaban con los “guiris”, esos extraños seres vestidos de mala manera, y volvían a sus quehaceres, seguramente muchos sin escolarizar, otros huérfanos o, simplemente, hambrientos.
En Nepal aprendí a querer a Asia. Y me quedé con una tarea pendiente: caminar por sus montañas. Tengo esa idea en la cabeza desde hace once años y el terremoto no ha acabado con ella. Nepal necesita ayuda, y la mejor ayuda es seguir viajando allí. Su economía, sus gentes, dependen de ello.
Puede que las fotos de este artículo no reflejen hoy la realidad de algunas zonas del país, pero otras muchas siguen igual, el día a día continúa, con sus bares, restaurantes, agencias de viajes, sus rutas de senderismo y sus templos. Por eso espero que los viajeros vuelvan pronto a pisar el país que me reconcilió con nosotros.