Llamando a las puertas del Tíbet II

Las casas encaladas eran amplias. Las puertas estaban decoradas con dibujos de colores. Una anciana daba vueltas a un cilindro enorme, forjado para la oración en la cultura budista tibetana.

Habíamos retratado las estupas budistas, habíamos sentido el viento frío de las montañas y hasta habíamos perseguido un rebaño de vacas que creíamos yaks. Pero necesitábamos contar la historia de los hombres y el camino nos llevó a un lugar llamado Foggy Village, que estaba casualmente despejado.

Las casas encaladas eran amplias. Las puertas estaban decoradas con dibujos de colores. Una anciana daba vueltas a un cilindro enorme, forjado para la oración en la cultura budista tibetana. Caminaba despacio, con la parsimonia con que gira el mundo en ese pueblo escondido en los valles que no son China ni son el Tibet. Una joven esbelta, de ojos rasgados nos dejó clara su vocación de monja, para decepción de Yeray que trató de disuadirla, sin éxito. Nos abrieron la puerta de una casa a la que una mujer acababa de abastecer de leña. Sonreía al vernos, sin que le pesaran las arrugas de una vida de viento gélido. Ella y su marido nos ofrecieron una sopa agria de leche de yak y nos dieron conversación sorprendidos por nuestro interés. El hombre de la casa era un monje budista, pero allí, el matrimonio es compatible con la fe. Los niños correteaban colgándose de nosotros, jugando como si la novedad fuera a despertar a un pueblo donde no pasa nada. Donde la ancianas giran el cilindro de oración y las jóvenes hermosas aspiran a meditar el resto de sus días, donde las estufas calientan el interior de las casas, pues el crepitar del fuego es aquí el único murmullo que se permiten sus habitantes al caer la noche.

Una joven esbelta, de ojos rasgados nos dejó clara su vocación de monja, para decepción de Yeray que trató de disuadirla, sin éxito

Si hay un auténtico Shangri La, se parece mucho más al Foggy Village que a la ciudad turística que usurpó tal nombre. Dejamos el pueblo con una nostalgia poco definible, porque los tres sabíamos que en esta aldea habíamos encontrado por fin ese pedazo de realidad que no aparece en las guías de viaje. Yeray saludaba a la futura monja mientras nos alejábamos y ella volvió a sus quehaceres como si nunca hubiéramos estado allí.

Debíamos apurar el borde de los precipicios para seguir camino. Las carreteras ascendían de un modo violento, poco sensato. Avanzamos con la muralla de montañas al fondo. Horas más tarde llegamos a Hong Po Si. Es una aldea sagrada, un recinto para budistas, con casitas de tejados pintados de colores, varios templos y un paisaje de riscos donde perder la mirada para perseguir el nirvana. Los más jóvenes aprenden a leer las escrituras de Buda del que aseguran los monjes que visitó una vez aquel lugar.

Si hay un auténtico Shangri La, se parece mucho más al Foggy Village que a la ciudad turística que usurpó tal nombre

Entrevisté a joven muy simpático, con su túnica naranja, apasionado del baloncesto, que era incapaz de mostrar un mínimo de seriedad en la entrevista. Se reía a carcajadas y es que en aquel lugar no hacía falta mantener la compostura, pues nadie había allí para juzgarles. Se llamaba Yi Ding Jion y sólo abandonó su sonrisa para contarme el día que, siendo niño, vio a uno de los más respetados lamas levitar durante varios segundos a un metro del suelo. Nunca más volvió a ver una levitación. Después se puso a hablar de los Cleveland Cavaliers.

Cenamos con ellos mientras se partían de risa contándonos las peleas que tienen lugar entre los monjes.  Un tanto desconcertados por esa última estampa, nos despedimos antes de desandar el camino.

Aún nos quedaba un lugar al que queríamos llegar, un punto del camino sin el cual nunca sentiríamos que se nos había acabado China. Para llegar hasta allí había que seguir durante un tiempo la senda del río Mekong, que se alborotaba abajo, formando rápidos de agua rojiza. Atravesamos caminos de tierra, valles donde las paredes se desploman con frecuencia tras las lluvias. Un coche aplastado por varias rocas mostraba aún los asientos ensangrentados de los desdichados conductores. Los desprendimientos eran un problema serio. También lo eran los precipicios y el barro que amenazaba con hacer resbalar el coche hacia el abismo.

Un coche aplastado por varias rocas mostraba aún los asientos ensangrentados de los desdichados conductores

Pero Chou seguía con nosotros y jamás mostró un ademán contrariado. Nos había llevado durante muchos kilómetros desde la ciudad de Kunming hasta aquel recóndito lugar entre las montañas.

-No vais a pasar-, dijo con una sonrisa casi paternal.

Y no pasamos. La barrera estaba custodiada por varios soldados. Detrás de esa barrera, el Tibet. El régimen especial tibetano ha provocado que los chinos exijan un visado especial para entrar en el territorio. Y allí estábamos los tres, Yeray, Pablo y yo, como Moisés viendo la tierra prometida, el umbral del Himalaya, la planicie donde ondean todas las oraciones de los lamas. Se presentaba como un destino fascinante, pero no podíamos entrar. Al fin y al cabo, estábamos contando de una historia llamada “Pacífico” y el mar quedaba ya demasiado lejos. Creo que al trazar los mapas, se nos fue la mano. Llegó momento de dar la vuelta.

 

 

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