En las selvas de Vietnam hay tan pocos animales como en las de Laos. Los hombres, según nos dijo Juan, se lo comen todo.
Con la sensación de dirigirnos a un lugar un tanto saqueado, nos adentramos en las carreteras del norte de Laos. Nuestro conductor, Vulcan, era una persona solícita. Paraba con un gesto amable cada vez que se los pedíamos y se lo pedíamos muchas veces. El paisaje iba cobrando un aire más salvaje a medida que avanzábamos hacia el interior del país. La selva amenazaba con invadir el asfalto, se inclinaban los árboles y las enredaderas y los ríos descendían con furia los valles. Como nos había adelantado nuestro guía vietnamita, no escuchábamos el estruendo de los pájaros o las cigarras, ni veíamos una sola culebra despistada en la carretera. Pero yo sabía que allí, en algún lugar, lejos, muy adentro en la densidad de la jungla, caminaban con sigilo algunos de los pocos tigres que aún habitan el Sudeste Asiático.
También en Laos hay terrazas de arroz, pero están ocultas, como improvisadas entre los palmerales y cada vez que aparecían nos sobresaltaba su presencia, pues no la esperábamos. El hecho de domesticar allí el paisaje me pareció un desafío del hombre. En mi opinión, aquel contraste era más bucólico que en Vietnam, más visceral. Las aldeas eran humildes, con niños desnudos que entraban en pánico si les apunábamos con la cámara y alrededor, sólo el verdor ingobernable de la selva.
También en Laos hay terrazas de arroz, pero están ocultas, como improvisadas entre los palmerales
Llegamos aturdidos por tanta curva y tanta maleza a la localidad de Muang Long. Es un pueblecito tranquilo, con un par de hostales viejos y restaurantes que se asoman a los campos de cultivo. Contactamos con Tui. Según la opinión de muchos viajeros era el mejor guía de la zona y con él pretendíamos adentrarnos en la selva para encontrarnos con los pueblos akha, que son los indígenas que aún habitan la parte más agreste de Laos.
Nos levantamos al amanecer. Un tal Don y el propio Tui nos guiaron durante la primera jornada por sendas estrechas que ascendían colinas entre la maleza. Nosotros cargábamos con el equipo de cámara y aunque las pendientes endurecían el camino, Pablo, Yeray y yo nos sentíamos con fuerzas y ganas suficientes. Pero a veces sucede que cuando uno atraviesa selvas en plena época de lluvias, va y llueve. Y aquí la lluvia cae con rabia, sin control, no hay límite para el agua, ni tregua al caminante. Pasaban las horas y tuve la sensación de estar nadando en los caminos de tierra, que ya no eran tierra sino lodo y fango. Para grabar la travesía, Yeray se armó con un paraguas con el que protegía la cámara del agua.
Las rampas convirtieron el camino en un concurso de caídas. Para aligerar la penosa andadura decidimos contabilizar los resbalones de cada uno y tratar así de sacar partido a nuestra torpeza, riéndonos de una situación que lo cierto es que ya no controlábamos. Yo iba en cabeza. Había besado el suelo cinco veces, Pablo me seguía con cuatro y Yeray, más cuidadoso sólo se había caído dos veces.
decidimos contabilizar los resbalones de cada uno y tratar así de sacar partido a nuestra torpeza
Atravesamos bóvedas de bambú y cruzamos varios ríos. Casi desde el principio nos habíamos resignado al hecho de andar con los pies mojados. Fueron más de diez horas de golpes, tropiezos, juramentos y ríos. Se ocultaba el sol cuando apareció la primera de las aldeas. Una mujer cargaba más leña de la que uno hubiera jurado que era capaz de transportar. El resto eran casas de madera sobre un manto de barro que lo ocupaba todo. El lugar se llama Chakhuen, pero no sale en los mapas.
Una de las casas nos abrió las puertas. Nos descalzamos y entramos en silencio. Nadie hablaba. La estancia era amplia. Habían encendido un fuego y descubrimos con asombro que había un televisor, apagado, en una esquina. Algunos hombres sonreían de forma sutil. Las mujeres llevaban una falda larga y el pecho descubierto, algo que me pareció más propio del África negra que del norte de Laos. Nos sirvieron la cena, pero no nos acompañaron. Ellos cenarían después.
Cuando acabamos, las mujeres nos hicieron un gesto para que nos tumbáramos en varios colchones que habían dispuesto. Entonces dos jóvenes se acercaron a cada uno de nosotros y empezaron a darnos un masaje en los pies, un masaje que alivió los veinte kilómetros de travesía. Es tradición recibir al viajero de esta forma y un signo de cortesía aceptarlo. El masaje dura lo que el forastero decida así que pasados unos minutos agradecimos el gesto y nos incorporamos con el alma un tanto despeinada.
dos jóvenes se acercaron a cada uno de nosotros y empezaron a darnos un masaje en los pies
A la mañana siguiente, el jefe de la aldea nos recibió y tuve la oportunidad de hablar con él para descubrir que el perro es allí el manjar más preciado. Miré de reojo a los perros que correteaban alrededor jugando con los niños.
Pero eso era sólo una anécdota comparado con las costumbres de sus abuelos, terribles en ocasiones.
-Cuando en una aldea nacían gemelos, era necesario deshacerse de uno de ellos pues al hermano que nacía en segundo lugar se le consideraba una especie de endemoniado y si no lo ejecutaban, la mala suerte invadiría todo el pueblo. Pero eso era antes, yo no estoy de acuerdo con eso. Sólo vi que pasara una vez.
Los akha son especialmente supersticiosos. Suelen construir las casas lejos de los ríos, pues allí habita otro espíritu maligno: la rana. El croar de las ranas asusta a algunos de los akhas, aunque las generaciones más jóvenes empiezan a ser más escépticas.
Cuando en una aldea nacían gemelos, era necesario deshacerse de uno de ellos
Era una mañana despejada pero el pueblo entero estaba lleno de barro. La situación se volvía absurda, pues había una manguera en mitad de la explanada que formaban las cuatro casas de la aldea. Traté de lavar mi ropa y limpiar el barro. Después, en cualquier dirección, sólo se podía avanzar metiendo el pie hasta la rodilla dentro del barro. Todo era color chocolate. Los cerdos se revolcaban y los pocos que se aventuraban a cruzar de casa en casa lo hacían descalzos.
Nos esperaba otra jornada de más de quince kilómetros de resbalones nuevos, de cuestas embarradas que nos hacían caer ladera abajo, una y otra vez. Tardamos una jornada entera en llegar a la segunda aldea, cuyo nombre es Chongka, y descubrimos aliviados que era más paseable. Los niños nos miraban tímidos al principio y curiosos más tarde.
Las mujeres akhas llevan un tocado de plata, hecho con monedas que decoran su cabeza. Son elementos tan caros como necesarios para mantener el estatus social. Un hombre al que reconocían como el curandero de la aldea me pasó una flecha por la espalda para curar una contractura. El hombre se pasó varios minutos murmurando palabras ancestrales que ayudasen a aplacar mi dolor. La punta de la flecha estaba envuelta en una suerte de raíces o plantas que eran sagradas para ellos por algún motivo que trató de explicarme pero que no acabé de entender. No hablábamos el mismo idioma pero nos llevábamos bien. Nos ofrecían té caliente y les correspondíamos con una reverencia. Perseguíamos a los niños que se partían de risas y nos hacíamos fotos para celebrar aquel ininteligible momento de complicidad.
Un hombre al que reconocían como el curandero de la aldea me pasó una flecha por la espalda para curar una contractura
Aquella segunda noche llovió como si el diluvio se hubiera instalado en el mundo de los akhas. La última jornada iba a ser un maratón de barro. Ya dejamos de contar las caídas. Creo que iba ganando Pablo, que en los últimos kilómetros había resbalado media docena de veces. Sólo las arañas enormes nos hacían detener el paso para esquivar la tela que colgaba de los árboles. Pasamos junto a una nueva aldea y seguimos camino.
Quedaban aún varios kilómetros cuando Tui y Don nos dejaron solos, literalmente. Una moto que pasaba por allí llevó a Tui a su casa porque le dolía la rodilla. Don se adelantó, sin explicación alguna, con parte del equipaje que incluía, por ejemplo, las linternas. Y cayó la noche
Yeray, Pablo y yo avanzamos a tientas, alumbrados tan solo por el móvil de nuestro cámara. Llegamos de noche, doloridos, exhaustos y muy enfadados a la localidad de Muang Long. Tras localizar a nuestros guías que se encogieron de hombros ante nuestras protestas, nos fuimos a dormir. Y antes de caer rendido en mi cama, dediqué un momento a pensar que allí, en esos pueblos escondidos en la selva, siguen durmiendo sus noche los akha, tratando de evitar a las ranas, cenando perro, combatiendo el barro, implorando por una tregua a la lluvia, sin que nadie en el mundo sepa de sus desvelos.