Por:
Daniel Landa (Texto) D. Landa y Yeray Martín (Fotos)
Uno tiende a regresar a los lugares alegres con cara de bobo. La nostalgia de volver a Bangkok estaba distorsionada por aquellas noches de fiesta inagotable, aquella juventud que ahora añoraba al pasear el barrio de Sukhumvit Road, 15 años después.
Se han acostumbrado a las mareas, que les hace remar el hogar a otra parte, en busca de peces bajo los pies. Y así año tras año, con los pies mojados de tanto salir de casa, de tanto paseo y tan pocos pasos.
Hay ocasiones en que un hombre se siente, sin remedio, desbordado. Sucede con la muerte de otros, con el anuncio de una paternidad, con un viaje al fin del mundo, con la guerra, con un amor inequívoco... y sucede con los templos de Angkor.
Vuelven como relámpagos las imágenes de aquellos días, retazos de aventura, paisajes del mundo. Trato de construir el mural de sensaciones, pero resulta imposible ordenar el caos de un viaje de dos años, porque no está hecho el corazón para albergar tantas emociones.
Todos los pueblos del mundo, qué cosas, tienden a curar las heridas, a pasar páginas y abrir restaurantes. En Saigón ya nadie usa bicicleta. El zumbido de las motos ha ido apagando la magia de otro tiempo, el ruido de los mercados callejeros... y el recuerdo atronador de la guerra.
Los caodaístas abrazan a los dioses del hinduismo, a las enseñanzas de Mahoma y al legado de Jesucristo. Son budistas, taoístas y confucianistas. Sus líderes aseguran haber recibido revelaciones de Shakespeare o Lenin. Y Víctor Hugo es uno de unos de sus santos.
"Tengo que ir a dar de comer a mi marido”, dijo Clay. Pero el marido de Clay llevaba varios años muerto. Aún así, la vimos caminar hacia el cementerio con algo de comida y unos cigarrillos que dejó en la tumba de su difunto esposo.