Navegábamos hacia arriba, mirando los riscos acuáticos que irrumpían en la bahía. Eran islas y eran montes a un tiempo, una belleza impertinente, casi grotesca por atípica, por desubicada. Habíamos llegado a Vietnam y decidimos adentrarnos en la bahía de Ha Long para comenzar con un toque de lirismo la travesía del Sudeste Asiático.
Teníamos un barco a nuestra disposición y nos acompañaba Juan, que así se hacía llamar el guía que nos puso e impuso la Oficina de Turismo vietnamita. Juan había vivido en Cuba y aunque no hablaba tan buen español como él creía, nos íbamos entendiendo a trompicones.
Fuimos piratas abordando planos en los perfiles de Ha Long. Era adictivo porque en cada recodo se presentaba una silueta nueva, una roca enorme recortando el agua como un mar lleno de Poseidones.
Fuimos piratas abordando planos en los perfiles de Ha Long.
A tres horas en coche de allí, la paz de la bahía estaba a punto de convertirse en el alegre caos de Hanói. No hay modo de abstraerse del estrépito de motocicletas. Las calles son un avispero tan frenético que uno es incapaz de explicarse como es posible que no colisionen las motos. Los cruces y los semáforos son, como mucho, una mera forma de orientar al conductor. Los reflejos y los frenazos son las auténticas normas del tráfico. El espectáculo es circense, la masa se esquiva con un dominio tal que desafía la ley de probabilidad.
Debía presentar la ciudad de Hanói para el documental y decidí hacerlo probando la habilidad de los motoristas. La idea era atravesar un cruce de calles caminando mientras hablaba a cámara, en el momento de mayor tráfico. Tuve que repetir la introducción seis o siete veces, hasta que quedó como queríamos y en todas las ocasiones las motos me sorteaban con una naturalidad inexplicable. Perdí el miedo a cruzar la calle, lo que es necesario para conocer una ciudad que vive afuera, en las aceras y atrás, en la memoria de sus días de penas y gloria.
Las referencias a la guerra son permanentes en la que fuera capital del Vietnam del Norte y es que la guerra, en términos globales, es un concepto que no acaba de cicatrizar en la historia del país.
la guerra, en términos globales, es un concepto que no acaba de cicatrizar en la historia del país.
Los vietnamitas fueron los únicos que contuvieron el avance mongol de Gengis Khan, siglos después consiguieron echar a los chinos que invadían constantemente su territorio. A mediados del siglo XX, los franceses colonizaron el país y los vietnamitas acabaron por derrotarles tras la batalla de Dien Bien Phu, como hicieron también con los japoneses que atacaron el país durante la Segunda Guerra Mundial. Fue entonces cuando los vietnamitas se enfrentaron entre ellos, ganaron pero la nación se dividió y sin tiempo para recuperarse de las heridas de la guerra francesa, el norte del país tuvo que combatir a Estados Unidos, a los que vencieron en un ejercicio de estrategia y resistencia único en la historia. Como no parecía suficiente para probar la entereza de uno de los pueblos más sufridos del planeta, entre 1977 y 1978, los jemeres rojos atacaron Vietnam del Sur, así que el país, se levantó otra vez de la camilla y decidió repeler la ofensiva invadiendo Camboya, lo que provocó la caída de Pol Pot.
Es decir, en el último siglo, japoneses, franceses, estadounidenses y camboyanos han atacado Vietnam y han acabado penando la rendición por las selvas del interior. La violencia está en los genes de los vietnamitas, y la victoria también.
La violencia está en los genes de los vietnamitas, y la victoria también.
Pero cuando llegamos a Hanói, sólo vimos un pueblo que sonreía en las zapaterías, que reparaba las motos con paciencia. Vimos a las chicas de piernas largas alegrar la vida de los viandantes, vimos puestos en los que preparaban arroz con vegetales, freían un cerdo exquisito o asaban perros enteros.
Circulaban los jóvenes sin casco, sonriendo en frente a los escaparates de ropa bordada con la estrella nacional, caminaban los hombres cargando cestos de fruta junto a un estanque donde permanece hundido un B52 de la guerra contra Estados Unidos.
En los parques, los jóvenes bailan salsa o juegan al bádminton, las parejas se alejan de las miradas en barcas con forma de cisne que parecen patos, sobre las aguas de un lago bucólico. También resulta agradable pararse a ver los templos budistas llenos de velas que aparecen como si tal cosa empotrados entre una ferretería y una peluquería, o seguir la estela de cables junto a las fachadas de edificios afrancesados muy estrechos, con los colores desconchados y los balcones llenos de flores. Hanói es todo lo que una ciudad puede ser en un momento dado.
Hanói es todo lo que una ciudad puede ser en un momento dado.
La catedral ha perdido lustre de la piedra hoy ennegrecida, pero en la plaza donde mantiene su dignidad el templo cristiano, uno puede sentarse en la terraza de la cafetería Cong para disfrutar del mejor café del Sudeste Asiático.
Como teníamos nuestro ánimo menos contemplativo, decidimos visitar un lugar diferente: el Pet Café. Tras pedir un cortado, los camareros fueron acompañando la bebida de otros ingredientes: un lagarto, una pitón, una tarántula o un escorpión. Todos ellos, vivos, fueron escalando mis brazos y enredándose en mis manos, mientras en un alarde de equilibrio, yo trataba de beber el café evitando aguijones y mordiscos, según el caso.
Hanói es un lugar divertido, un tanto bizarro según los barrios, pero se estrella con la solemnidad militar del Mausoleo de Ho Chi Minh, donde miles de turistas y devotos hacen cola para ver el cadáver embalsamado del líder comunista. Y en la reverencia casi religiosa de los soldados que lo custodian, en la magnificencia de la plaza, resurge la atmósfera de guerra, para recordar a los foráneos que pueden beber cervezas con las chicas de ojos rasgados pero es mejor que alejes cualquier bandera de sus lindes, porque allí nadie, jamás en la Historia, les ha ganado por las malas.