En los viajes, como en la vida, se puede ver la botella medio llena o medio vacía. Paisajes abominables redimidos por una mirada, atardeceres idílicos sitiados por los mosquitos, aventuras excitantes que terminan en un mirador con chiringuito… Está en nuestra mano, casi siempre, elegir unos recuerdos y resetear otros. Lhatse, un poblachón tibetano, nos recibe con montones de basuras. Pero, de entre esa ingente cantidad de inmundicias, surge un violinista inolvidable.
A medida que nos acercamos al campamento base del Everest no puedo reprimir esos pellizcos en el estómago que anticipan las grandes emociones. Hemos salido de Shigatse a primera hora de la mañana. Un grupo de niños, uniformados con chándales azules, caminan por el arcén a su diaria cita con el colegio. Es una escena cotidiana, pero aquí sorprende. Resignado a llegar hasta Katmandú con “Macario”, nuestro conductor novato, al volante, le ruego que al menos no adelante si no tiene visibilidad. El día está tan despejado como si hubiesen corrido de par en par las cortinas del cielo, con esa característica luminosidad del Tíbet que enamora al viajero. Vamos camino de Shegar, pero antes debemos ascender el Gyatso-la, a 5.220 metros de altura.
La Lonely Planet advierte de carreteras infernales, de camiones que languidecen en el barrizal, de puertos que en invierno se convierten en una trampa. Decido dejar de ojearla durante un rato.
Tras cruzar el río Tsangpo y dejar a un lado el desvío al monasterio de Nartang, circulamos por una carretera que parece una intrusa entre los refulgentes campos de cebada. Nos cruzamos con carromatos, bicicletas, caminantes con cestas a la espalda, campesinos acarreando sus aperos de labranza. Pasamos por pueblos anónimos, huérfanos de un cartel que explique que existen. “Macario”, quizá responsabilizado por las advertencias, no pasa de 80 kilómetros por hora. Nos adelantan los pocos Toyotas que hacen la misma ruta.
Muy pronto nos topamos con los primeros desprendimientos, que apenas dejan un carril para pasar. Remontamos el curso de un afluente del Tsangpo por su margen derecha en dirección oeste. Un poco más adelante, la carretera está cortada y hay que desviarse por un camino de tierra. El paisaje es deslumbrante. Estamos rodeados de picos de 5.000 metros cubiertos de hierba. Los cortes y los desvíos son constantes. ¿Cómo ha podido subir una apisonadora hasta aquí?
La música como terapia
Nos despedimos del asfalto cuando todavía quedan 150 kilómetros hasta Shegar. Ahora, la procesión de camiones es constante. A mediodía, tras desviarnos por un atajo junto al río, llegamos a Lhatse, una localidad con gasolinera que al menos sale en la guía. Siempre reconforta localizarse en el mapa. Su calle principal está sin asfaltar y las aceras se han olvidado de que lo fueron. Montones de basura se acumulan a uno y otro lado. Paramos a almorzar junto a una tienda de motos (los khampas son muy aficionados a las dos ruedas). No entiendo nada. Apenas quedan 80 kilómetros para llegar a nuestro destino. Tenzing me devuelve a la realidad. Todavía nos esperan cinco o seis horas de coche. Esto es el Tíbet.
De pronto se escucha una melodía, las notas de un violín desafinado, afónico, por momentos estridente
Preferimos estirar las piernas mientras “Macario” y el guía reponen fuerzas. Enseguida nos vemos rodeados por un enjambre de pedigüeños y ambulantes. El sol golpea con fuerza, como si estuviésemos en el último asalto y buscase noquearnos. El hedor es intenso. Muchas mujeres se protegen con mascarillas. Lo tiene todo para meterme en el coche, abrir la libreta y escribir: “Basura por todos lados. Todo es mierda”.
Pero la curiosidad, siempre la curiosidad, puede más. Se acerca una adolescente con un niño en brazos. El pequeño chupetea un polo de naranja que se le derrite en las manos. De pronto se escucha una melodía, las notas de un violín desafinado, afónico, por momentos estridente. El improvisado músico, con gorra roja con la visera en la nuca y una coleta al estilo de los khampas, asoma detrás de la madre. Lleva en una mano un largo palo de madera, con tres cortes transversales en un extremo y una caja redonda de latón oxidado en el otro. Dos cuerdas y un diminuto arco hacen el resto.
La combinación es paupérrima, pero el tipo consigue que las cuerdas vibren, que la música se escuche. A su manera, es capaz de convertir la basura en arte, las inmundicias en una sinfonía, aunque por momentos desfallezca y la melodía se despeñe en un aullido. Un artista, vamos. Su música ha redimido a Lhatse en mi memoria. ¡Cuánto coraje hace falta para empeñarse en tocar el violín entre basuras! Vuelvo a la libreta. “Basura por todos lados. Todo es mierda”, leo. “Suena la música de un violín”, añado ahora. La botella medio llena, o medio vacía.
Camiones en el barro
A partir de Lhatse, la pista se encabrita y hace honor a los negros augurios de la Lonely Planet, que sigue cerrada, por aquello de no conjurar a los espíritus funestos de la montaña. Los desvíos se convierten en incómoda rutina. Decenas de obreros trabajan en mejorar la carretera. Mientras las cementeras hacen su trabajo, los sacos terreros y los contrafuertes intentan contener los desprendimientos. Camiones y más camiones. La nefasta profecía de la Lonely Planet se hace realidad y uno de estos mastodontes se atasca en el barro subiendo el Gyatso-la, un inoportuno parón que deja también atrapado al camión que le sigue. Nos vemos obligados a dar marcha atrás hasta encontrar un paso para vadear el río.
Nada más poner un pie en el suelo, noto un ligero vaivén. Respiramos un oxígeno que parece centrifugado
Mientras ascendemos el endemoniado puerto el todoterreno empieza a quejarse y emite un zumbido extraño que sólo se ahoga cuando Tenzin aprieta el botón de las luces de posición. Pero mis preocupaciones se centran en otro mecanismo, el mío. A medida que ganamos altura, siento como si un punzón me hurgase en el hombro, cada vez con más fuerza. Nada más poner un pie en el suelo, noto un ligero vaivén de cabeza, apenas dos o tres segundos. Respiramos un oxígeno que parece centrifugado. Las vistas de la cordillera del Himalaya son espectaculares, abrumadoras. Estoy eufórico rodeado de tanta belleza. Ni siquiera me doy cuenta de que “Macario”, ayudado de otros dos conductores, está hurgando en el motor del Toyota.
Ahora toca descender 1.200 metros de desnivel hacia un valle que nunca termina, surcado por un riachuelo rodeado de cumbres que invita a pararse a almorzar en un regato, dejándose arrullar por el susurro del agua. Pero tras nueve horas de viaje, pueden más las ganas de llegar. Allá a lo lejos se adivina la fortaleza de Shegar. Quién tuviera aquí al violinista de Lhatse para que nos tocara el Aleluya.