Ruta de la saudade por Lisboa: el rastro de Don Sebastián

Por: Ricardo Coarasa (texto y fotos)
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El niño-rey nos mira, espada en mano, desde la monumental fachada de la estación de tren de Rossio, en pleno centro lisboeta. Pocos soberanos han concitado de manera tan rotunda los anhelos de todo un pueblo. Don Sebastián, nieto de Carlos V y sobrino de Felipe II, era la última esperanza de un imperio que, acuciado por la falta de descendencia real, no quería caer en manos de la vecina España. Demasiada responsabilidad para un adolescente que devoraba novelas de caballería y soñaba con hazañas bélicas. Un niño intrépido en cuyo interior retumbaba la llamada de África. “Cuando sea mayor iré a conquistar África”, avisó a sus mayores. En su caso, la profecía saltaría hecha añicos y, con ella, el alma de una nación.

A los 24 años, empeñado en una guerra absurda en los dominios del actual Marruecos, Don Sebastián fallecía en agosto de 1578 en la batalla de Alcazarquivir, dejando sumido en la pesadumbre a todo un pueblo, condenando a la melancolía a un imperio grandioso, impregnando de saudade a Portugal entera. Como mecanismo de defensa ante una noticia tan funesta, el pueblo pronto alentó la leyenda de su regreso para arrebatar a España los dominios portugueses. Había nacido el sebastianismo, un antídoto frente a tanta pesadumbre. Don Sebastián paso a conocerse como El Rey Encubierto, El Deseado o El Durmiente, un Mesías que redimiría a Portugal de la vergüenza de un rey extranjero, Felipe II.

“Cuando sea mayor iré a conquistar África”, avisó a sus mayores. En su caso, la profecía saltaría hecha añicos y, con ella, el alma de una nación

Más de cuatro siglos después, la presencia del rey-niño y de los sebastianistas que esperaron en vano su venida triunfal es notoria en las calles de Lisboa. Ésta es un ruta al epicentro de la proverbial saudade portuguesa, al cuarto de máquinas sentimental de un país con querencia a la melancolía. Para rastrear esa huella hay que dirigirse en primer lugar a la estación de Rossio, entre la plaza del mismo nombre y la de los Restauradores, donde una estatua de un adolescente Don Sebastián preside la fachada de la estación en actitud desafiante, cuando todavía no se había roto el sueño africano. A ambos lados de la obra del escultor Simões de Almeida, dos arcos de herradura que parecen las mismísimas columnas de Hércules que el soberano precipitó con estrépito sobre los sueños de los portugueses con su temprana desaparición.

En la misma estación, subiendo por las escaleras mecánicas en dirección a los andenes, nos encontramos de nuevo con Don Sebastián entre el trajín de pasajeros, prisas y relojes que eternizan esperas. Tenemos, eso sí, que pasar los tornos (obligatorio comprar un billete) y dirigirnos hacia el andén de la izquierda, jalonado por un conjunto de 14 murales de vistosos azulejos. Uno de ellos simboliza la leyenda del rey deseado. A un lado, el joven monarca, con el torso desnudo y un yelmo cubriendo su rostro, asaetado en la batalla. Junto a él, una armadura sobre un pedestal esperando a su dueño, “D. Sebastião o Encoberto”.

En la misma estación de Rossio, subiendo por las escaleras mecánicas en dirección a los andenes, nos encontramos de nuevo con Don Sebastián

Continuamos en dirección al concurrido barrio de Baixa y, por una de sus arterias principales, Rua Augusta, llegamos a la Praça de Comércio, donde Lisboa se abre al estuario del Tajo. Esta plaza está cargada de simbolismo. Se accede a ella bajo el Arco de Triunfo que un día esperaba dar la bienvenida al hacedor del Quinto Imperio, el Rey Encubierto, el encargado de situar de nuevo a Lisboa en el epicentro del mundo. Al final de la plaza, el viajero reparará en un muelle con dos columnas solitarias bañadas por las aguas del Tajo. El Cais das Colunas acapara un tremendo magnetismo y los sebastianistas veneraban el lugar donde amarraría un día brumoso la flota de Don Sebastián procedente de la Isla de la Utopía para recuperar su trono. No es difícil creer en la leyenda si uno se sienta a dejarse hechizar por el Tajo durante unos minutos intentando abstraerse del entorno turístico.

Buscamos ahora en el Bairro Alto, adonde podemos llegar volviendo sobre nuestros pasos y subiéndonos al elevador de Santa Justa (o en el de la Gloria desde la plaza de los Restauradores, junto a la estación de Rossio), el último reposo de dos sebastianistas ilustres. En la iglesia de San Roque (Largo Trindade Coelho) se encuentran, en el lateral izquierdo de la nave principal, las tumbas de Simão Gomes y Francisco Tregian, que a finales del siglo XVI alentaron las profecías sobre el regreso del Rey Encubierto. Aquí mismo pronunció su célebre sermón de las 40 horas el padre Antonio Vieira, uno de los mayores exponentes del sebastianismo y que terminó desterrado y encarcelado por hereje, el anatema con el que se solucionaba en la época cualquier librepensamiento, por inofensivo que fuese.

En el Cais das Colunas los sebastianistas esperaban ver amarrar un día la flota de Don Sebastián para recuperar su trono. No es difícil creer en la leyenda si uno se sienta a dejarse hechizar por el Tajo

El templo está situado a espaldas del dédalo de calles de bares y restaurantes del barrio alto, así que no es de extrañar que a las puertas de la iglesia, además de pobres, se apuesten jóvenes repartiendo tarjetas de locales que prometen el mejor fado de la ciudad para turistas con suerte.

Para poner el colofón a esta ruta de la saudade viajamos en tranvía hasta Belém, donde la visita al Monasterio de los Jerónimos no se puede eludir. Bajo la bóveda del crucero situado a la derecha del altar dos sepulcros llaman la atención pese a la penumbra que parece querer pasar de puntillas por su memoria. Uno de ellos es el de Don Sebastián. El otro, el del cardenal Henrique. El del niño-rey está custodiado en la hornacina por dos elefantes, imperecedero recuerdo de su pasión africana, por la que Portugal pagó un precio tan alto. En la otra punta de la iglesia, junto a la entrada, descansa un intrépido marino portugués que sí cumplió sus sueños: Vasco de Gama.

La tumba del niño-rey está custodiada por dos elefantes, imperecedero recuerdo de su pasión africana, por la que Portugal pagó un precio tan alto

Frente al monasterio, reflejo del grandioso pasado de Portugal, descuella el monumento a los descubridores, el reconocimiento de los portugueses a sus navegantes, a los valerosos argonautas que cambiaron el mundo conocido. Desde su cúspide, a la que se puede (y se debe) subir en ascensor, la rosa de los vientos situada a los pies del monumento simboliza, con sus rumbos apuntando al horizonte, los anhelos de un país empeñado, en tiempos difíciles, en cimentar un futuro esperanzador sobre un pasado glorioso. Sin esperar a un mesías que nunca llega.

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