Veinte calles para disfrutar de Estocolmo a pie

Lo primero que hice nada más poner un pie en Estocolmo, tras 18 horas metido en un ferry desde Helsinki, fue caminar. Allí estábamos arrastrando las maletas por Stadsgärdshamnen, saboreando esa placentera sensación de saberse un extraño, coqueteando con el desconcierto de andar a tientas una ciudad por descubrir.

Lo primero que hice nada más poner un pie en Estocolmo fue caminar. Quizá impelido por las 18 horas que llevábamos metidos en el ferry desde Helsinki, seguramente por afición, el caso es que allí estábamos arrastrando las maletas por Stadsgärdshamnen, saboreando esa placentera sensación de saberse un extraño, coqueteando con el desconcierto de andar a tientas una ciudad por descubrir. Atravesamos por primera vez el popular barrio de Gamla Stan, al que volveríamos hasta desmenuzarlo en idas y venidas, hasta sentirlo propio, algo que empieza a suceder cuando ya no tienes que consultar ningún mapa.

Cruzamos el monumental islote de Helgeands-holmen y enfilamos la peatonal Drottninggatan, con sus terrazas con mantas en las sillas, hasta nuestro hotel en el pequeño parque de Tegnerlunden. Habíamos caminado una hora desde el puerto, pero la fascinación de la ciudad había conseguido diluir el cansancio. Hasta el punto de que apenas empleamos cinco minutos en dejar las maleas y ya estábamos de nuevo en la calle. Creo que Estocolmo es, con París y Praga, la ciudad europea que más he caminado al margen de Madrid.

Lo primero que hice nada más poner un pie en Estocolmo fue caminar

Había que regresar sin maletas a Gamla Stan, esta vez por el puente de Strömbron, a la vista del majestuoso Palacio Real. La calle más populosa de este barrio histórico, Vasterlanggatan, es una arteria comercial donde bulle el turismo. Es inevitable recorrerla de punta a punta, de Järntorget a Mynttorgett, en más de una ocasión, aunque la curiosidad te empuja, poco a poco, a las callejuelas adyacentes, a rincones donde se agazapa toda la magia, que es mucha, de Estocolmo. Allí te tropiezas con bicicletas que parecen parte de un decorado, recostadas sobre edificios naranjas y amarillos encendidos por la luz del atardecer, sobre la que se recorta una hilera de faroles de hierro rescatados de la ilustración de un cuento.

Algunas de estas calles son realmente estrechas, de poco más de un metro en algunos tramos (la popular Märten Trotzigs, vallada hasta hace poco más de medio siglo, se encarama a lo más alto de este podio de angosturas). Todas te invitan a seguir caminando, a no perder ese hilo de Ariadna de sombras que se marchitan a nuestro paso.

En Prastgatan te tropiezas con bicicletas que parecen parte de un decorado, recostadas sobre edificios naranjas y amarillos

Prastgatan, la inmediatamente paralela a la excesivamente concurrida Vasterlanggatan, es mi calle predilecta de Gamla Stan. Parece mentira que estando tan cerca del epicentro comercial de la ciudad, a sólo unos metros del bullicio de turistas, pueda respirarse en ella tanto silencio. En ese contraste reside, desde luego, buena parte de su encanto. Me fascinaba recorrerla minutos antes del crepúsculo, cuando cada detalle cobraba significado en la lucidez que anticipa la penumbra. Y a pocos metros, la recompensa de la catedral de Storkyrkan o la plaza de Stortorget, uno de mis lugares preferidos, donde fueron decapitados hace cinco siglos los notables de la ciudad por orden del rey danés Kristian II, que acababa de tomar la ciudad. Stortorget, tan pacífica, tan coqueta, tan perfecta, es el triunfo de la civilización: donde antes decapitaban nobles ahora se sirven cafés.

Al caminante no debe arredrarle la lluvia. El mal tiempo sólo es la constatación de que ya queda menos para el día perfecto. Por eso, una tarde salimos jarreando calle arriba en busca del observatorio más antiguo de la ciudad, de mediados del siglo XVIII, situado en el parque de Observatorielunden. Bajo el paraguas y esquivando charcos, Estocolmo cobra un aspecto ceniciento, muy adecuado para curiosear por el cementerio de la iglesia neogótica de Johannes Kyrka, donde en cualquier momento uno espera tropezarse con una levita y una chistera.

Stortorget es el triunfo de la civilización: donde antes decapitaban nobles ahora se sirven cafés

Por la muy chic Kungsgatan, dominada por las Torres del Rey (Kungstornen), dos torres gemelas situadas a uno y otro lado de la calle, caminamos hasta Stureplan, epicentro de una animada zona comercial plagada de restaurantes, una plaza que cobra vida especialmente al anochecer como habitual punto de encuentro. Hasta los muelles de Nybroplan sólo hay ya un paseo, que prolongamos por Birger Jarlsgatan, flanqueada por más tiendas de postín y elegantes cafés. La lluvia se cansa antes que nosotros y nos tiende la mano, permitiéndonos disfrutar de Sergels Torg y su obelisco de cristal iluminado que domina este centro neurálgico de la moderna Estocolmo que es heraldo del futuro.

Muy cerca, en Sveavagen, se encuentra el lugar donde asesinaron en 1986 al ex primer ministro Olof Palme, tiroteado cuando salía del cine con su esposa (una placa así lo atestigua). Pese a que no son aún las siete de la tarde, la sensación nocturna es plena, pues las tiendas cierran en su mayoría entre las seis y las ocho. En la calle que lleva el nombre del político asesinado, algunas prostitutas buscan fortuna entre los charcos. A Palme, seguramente, no le hubiera importado. Su tumba se encuentra en la Adolf Fredriks Kyrka, a un paso de aquí, pero se ha hecho tarde y está ya cerrada.

En la calle donde fue asesinado Olof Palme algunas prostitutas buscan fortuna entre los charcos

Si hay una avenida majestuosa en Estocolmo ésa es Strandvagen, escoltada por una imponente hilera de viejas mansiones. Caminándola se respira una esencia de otro tiempo. En este bulevar palaciego vivían hace un siglo las diez mayores fortunas de la ciudad. En los antiguos muelles donde antaño descargaban madera ahora compiten las embarcaciones en metros de eslora, aunque todavía subsiste un puñado de viejos barcos madereros pulcramente restaurados. Strandvagen es un paseo recurrente para el forastero, que además guarda un deslumbrante premio final: el corazón verde de Estocolmo, la isla de Djurgarden, un remanso de tranquilidad que se tarda horas en recorrer andando (doy fe).

Kungsholmen es fácilmente distinguible por albergar el Ayuntamiento de la ciudad, un edificio reconocible en cualquier recorrido en barco por su torre de 106 metros. A un paso de los jardines de Riddarfjärden nace una de mis debilidades de la ciudad, Norr Mälarstrand, donde las industrias textiles del XIX cedieron el terreno a residencias de alto poder adquisitivo. La caminata por la bahía es estimulante y cuando llegamos al puente de Västerbron, que une las orillas del lago Mälaren, de casi medio kilómetro de longitud, no hay quien nos detenga. Lo cruzamos andando en quince minutos para llegar al barrio de Söder, una colina que parece una ciudad dentro de la propia ciudad.

A un paso de los jardines de Riddarfjärden nace una de mis debilidades de la ciudad, Norr Mälarstrand

De Katerina Kirka, un referente visual en la zona, nos dirigimos hacia Zinkens Vag, salpicada de huertos y casitas de madera de vistosos colores. Algunas de las mejores vistas de Estocolmo se disfrutan desde Söder, sobre todo en el romántico paseo de Monteliusvagen, que se asoma al lago Malare y Gamla Stan casi de forma furtiva. Obligado recorrerlo al atardecer.

Tras un intento abortado de llegar al cementerio de Skogskyrkogarden, donde está enterrada Greta Garbo, que nació en Södermalm, paseamos por Fjalgatan, una calle de postal afeada por los coches aparcados, con bonitas vistas de Djurgarden. A Södermalm regresaremos unos días después para cruzar el barrio caminando por la calle Gotgatan hasta el puente de Johanneshovsbron, que lleva a Sodra Hammarby-Hamnen, desde donde volvemos sobre nuestros pasos porque ya se nos ha hecho de noche. En esta parte de la ciudad asoman tiendas de saldo y restaurantes de comida rápida y se aprecia una mayor presencia de inmigrantes.

Skeppsholmen y Kastellholmen son recorridos vespertinos donde la recompensa es el silencio y la sensación de dejarse atrapar por el tiempo

Dos pequeñas islas, Skeppsholmen y, sobre todo, Kastellholmen, son sinónimo de paseos sin sobresaltos. La llegada, por el magnífico puente de hierro de Skeppsholmsbron, no puede ser más señorial. La primera alberga tres museos y un albergue-barco, af Chapman, y la segunda un castillo medieval aupado sobre los acantilados. Son recorridos vespertinos donde la recompensa es el silencio y la sensación de dejarse atrapar por el tiempo.

Del barrio de Ostermalm recuerdo sobre todo sus señoriales bulevares (Valhallavägen y Karlavägen, sin ir más lejos) y el estadio olímpico, donde entramos hasta la pista de los 83 récords mundiales sin que nadie nos pidiera cuentas. Ostermalm es el equivalente, o al menos así me lo pareció, al distinguido barrio madrileño de Salamanca. Terminamos el recorrido en dos mercados: el de Ostermalmshallen, donde casi daba miedo preguntar el precio de los productos, pero que conviene visitar aunque sólo sea para admirar su estructura de hierro forjado y la pulcritud, casi ofensiva para un latino, de los puestos, y el más popular, y al aire libre, de Hotorget, antiguo mercado del heno y donde hoy se venden todo tipo de frutas, verduras y hortalizas.

Ese domingo las calles de Vasastan están vacías y casi se puede escuchar la respiración de la ciudad dormida

Un domingo a primera hora, las ciudades son patrimonio de turistas y noctívagos en retirada. Ese domingo a las ocho de la mañana, las calles de Vasastan están vacías y casi se puede escuchar la respiración de la ciudad dormida. Caminamos por avenidas solitarias hasta dos parques con mucho encanto: Vasaparken, donde un grupo de niños juega al fútbol sobre la misma tierra en la que sus bisabuelos plantaron patatas durante la Segunda Guerra Mundial, y Vanadis-lunder, un rompeolas de silencio encaramado a una colina dedicado a la diosa de la belleza y el amor en la mitología nórdica, Vanadis. Nadie mejor que ella para poner el broche a las decenas de horas de caminata por Estocolmo.

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