El cuento de Las Vegas (I)

Una americana oriental de unos cincuenta años era mi contrincante. A mi lado, un tipo gordo con una gorra y dos manos con diez dedos de seiscientos gramos cada uno sería el testigo. Cambié 100 dólares. Ella comenzó a dar cartas. Todo fue muy rápido. El tipo gordo de mi lado se pidió una cerveza. Yo pedí dos servilletas y agua para limpiarme una manche del café. Él me miró con cierta tristeza, como si mi café molestara a su cerveza. Lo hacía. Sentí vergüenza.

Las Vegas es un sin sentido, un estúpido proyecto de un tipo algo pasado de alcohol que leí que hace algunos años pensó que el mejor lugar para desmadrarse en sus farras vestido de colegiala era levantar una ciudad en el desierto. Sí, entonces seguro que uno de sus mejores amigos, disfrutando de su condicional, le apostó cualquier cosa a qué no tenía pelotas a intentarlo y así se les ocurrió lo del juego, y luego, que también casi seguro que estaban en un burdel o querían estarlo, llegó lo de las putas al peso, y lo de la sobrina de uno que hacía ballet delante del espejo y los espectáculos. Se llamaba Alicia y era capaz de desvestirse con un solo pie.

Y sí, alguien decidió levantar Las Vegas. Y luego, cuando ya estaba todo en marcha, el colega de un vecino, que esnifaba harina de maíz antes de hacerse las pancakes, a veces incluso se las esnifaba ya hechas, sacó unas fotos de su cuñado que había hecho un viaje por Egipto y vieron unas pirámides y otra vez el tipo de la condicional, ya en busca y captura, dijo ¿por qué no hacemos un casino que…?

Una sala oscura donde se bebía Varon Dandy con dos piedras de hielo

Y finalmente, para celebrarlo todo, el hermano del dueño del primer casino, que interpretaba canciones de Elvis en una sala oscura donde se bebía Varon Dandy con dos piedras de hielo y los señores se enceraban los zapatos con aceite de oliva y las señoras con aceite de soja, decidió terminar “Love me Tender”, bajarse del escenario y anunciar su boda. Se fueron todos, el casino en pleno, con dos coches y seis helicópteros a una capilla recién abierta en la que se vendían también ropas de los indios hualapais y él dio el sí quiero con un traje cargado de pequeñas luces y ella con un peinado recogido a los lados y una túnica blanca.

Él se llamaba Kevin Jones Morales, había nacido en Guanajuato, tenía 50 años y pesaba 98 kilos; y ella se llamaba Margaret, tenía catorce semanas, pesaba un kilo y nueve gramos y era vegetariana como le corresponde a los hámsteres. El tipo de la capilla, ante el éxito del evento, abrió entonces una serie de sucursales donde se anunciaban bodas exprés, estrés y de tres, y justo al lado montó varias sastrerías.

Y todo eso repasaba yo en mis notas que era la historia oficial de Las Vegas nunca escrita antes justo de sumergirme en este mundo canalla en la que todo está en compra primero y en venta después. Y la verdad, para que vamos a resumirlo o justificarlo, brindé con un café del Starbucks recién hecho, a eso de las nueve de la mañana, mientras me acomodaba en mi mesa de Black Jack para seguir la noche, por el tipo que se inventó esta divertida desgracia en la que los boy scouts trafican con cocaína y diademas.

Esta divertida desgracia en la que los zombis trafican con cocaína y diademas

Quedaban unas dos horas para dejar el hotel y regresar al DF, yo acababa de mojar un donuts en leche oscura y mi noche seguía intacta pese a llevar 20 minutos despierto. Lo que más me gustó de la ciudad es que sus noches son eternas, en bucle, sobreviven incluso a la luz intensa de las dos de la tarde. Me dispuse a sentarme en la mesa con el firme propósito de forrarme con unas cuantas buenas manos. Sólo necesitaba unos ases, unas figuras y pasta de dientes. En tres noches de juego constante había conseguido ganar 150 dólares entre idas y venidas. A lo que añado otros 150 cuando descubrí que sentado en la mesa las copas son gratis. Incluyendo lo que no gasté en alcohol, las ganancias superaban los 300 dólares.

Una americana oriental de unos cincuenta años era mi contrincante. A mi lado, un tipo gordo con una gorra y dos manos con diez dedos de seiscientos gramos cada uno sería el testigo. Cambié 100 dólares. Ella comenzó a dar cartas. Todo fue muy rápido. El tipo gordo de mi lado se pidió una cerveza. Yo pedí dos servilletas y agua para limpiarme una manche del café. Él me miró con cierta tristeza, como si mi café molestara a su cerveza. Lo hacía. Sentí vergüenza.

Hubo una tormenta de cuatros y cincos en mi lado cuando la tipa comenzó a repartir. Caían de las manos de la crupier a mi parte de la mesa con cierta indiferencia, como si ya no existieran los ases y los dieces. Tampoco tuvo el detalle de darme pasta de dientes. Hubo un enorme eclipse de felicidad. Mis fichas menguaban rápido. Cinco minutos después ella miraba mis últimos 15 dólares. Yo contemplaba su gesto frío y miraba a los lados a ver si llegaba la camarera de urgencia y era capaz al menos de pedirle un gin tonic que derramaría luego en el baño. Ya no iba a salvar el dinero, pero podía salvar mi honra. No dio tiempo, me ejecutó con un siete y una dama, frente a su nueve y su diez. El tipo gordo mientras creo que se había comido una slot machine que metió entre dos panes. Lo noté porque en sus ojos había dos sietes.

El tipo gordo mientras creo que se había comido una slot machine que metió entre dos panes

La croupier oriental me miró y miró los otros cincuenta dólares que había en la mesa. Salivaba. Recordé entonces que “what happens in Vegas, stays in Vegas”, sólo que esta vez lo del stays parecía indicar mis dólares. Con un gesto frío me levanté despacio, coloqué  la silla en su sitio, me despedí de mi verdugo y de mi compañero de mesa. Tiré justo antes de irme de la nariz de mi vecino orondo y se le encendieron sus orejas y comenzó a derramar monedas por la boca. Bajó del cielo entonces Tom Jones cantando “What´s New Pussycat” y todo el casino comenzó a bailar una enloquecida coreografía sobre las mesas de póker y ruleta en la que los hombres calzaban aletas de buzo  y las mujeres llevaban peinado a raya, camiseta de tirantes y hombreras.

Yo mientras me dirigía a los ascensores con mis 50 dólares de ganancia y preguntándome cómo se quitan las manchas de café…(continuará)

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