Palabras de palabras porteñas

“Hay pintadas. Grafitis que te abofetean como epifanías en muchas calles porteñas. En barrios elegantes y en barrios que no lo son tanto, en esquinas mezcladas y en tapias abandonadas. Hay frases que te golpean en pleno paseo soltándote un verso que se te queda pegado como un lunar.”

Vine a Buenos Aires por primera vez en 2003. Por segunda vez, hace una semana, un viernes temprano, muy poco después de despertar.

En 2003 estuve en la ciudad un mes, llegué para viajar por Argentina, para perderme por las pampas interminables de la Pampa, por los hielos glaciares de la Patagonia, por las empanadas de Tucumán y, sin embargo, no pude salir de la capital federal. Me enredaron sus asados interminables, las calles con escaleras, las rotondas rodeadas de coches a cualquier hora del día, y las energías de la noche que levantan aristas y copas de malbec de una cuadra a otra sin ninguna pero ninguna piedad. Me atraparon los tentáculos gastronómicos, atrevidos y sociales, los museos de barcos tristes y las tardes con Quilmes y José, en las que caminábamos a ninguna parte poderosos por las plazas y las veredas del otoño austral.

Me atraparon los tentáculos gastronómicos, atrevidos y sociales, los museos de barcos tristes y las tardes con Quilmes y José

Escribo y recuerdo todo esto mientras me estoy marchando. El buquebus zarpa y el skyline de puerto madero queda brillante al otro lado del sol de la tarde embrumado por la bruma de los cristales del barco, lejos, cada vez más lejos, sin la nostalgia poética de Rayuela, sin la pena tanguera gardeliana, queda lejos y uno piensa en volver a Montevideo y siente hasta un placer sigiloso en el abandono del ritmo frenético moderno y la entrega parsimoniosa a la laxitud uruguaya. Extremos de la vida separados por un mar.

Desde los clásicos: librerías y cafés

Buenos Aires ha cambiado pero no tanto. La recordaba más melancólica que hipster, algo más antigua que innovadora, y me sorprende la universalización imperante, en los límites métricos que lo moderno permite, y la homogeneización hasta  manida de las pulseras que venden en una plaza secundaria. La recordaba rompedora y ensombrecida por un exceso de sentimiento y, sin embargo, la encuentro alegre,  soleada,  con gente muy fashionista pululando y unos aires de progreso y de cultura alternativa y premeditada que me lanzan a territorios europeos, mexicanos, gringos, en un contraste profundo con el Uruguay vecino, que bien podría ser referente de marineros sentimentales y párrocos de buena fe.

En Buenos Aires hay cafés absolutamente maravillosos, llenos de una mezcla de charming bobo con literatura fotogénica que pueden ser hasta insolentemente azules, rosas o amarillos, tener calefacciones o corrientes de aire medio gratificantes y albergar todo un elenco de personajes que oscilan, por ejemplo, entre el guionista dicharachero y sensible y el funcionario manufacturado o la tercera edad. Mi amiga Paula, que es madre, polifacética y encima alegre me llevó al Café Coco, que es azul turquesa, tiene mesas de madera, revistas de temática variada y unos yogures con frutas y cereales cuyo plato excede cualquier visualización posible.

Además hay pintadas. Grafitis que te abofetean como epifanías en muchas calles porteñas.

Antes del Café Coco habíamos estado en Palermo puro en una librería con escaleras y cafetería, y en otra que se confunde con una tienda de retales y donde cohabitan, en una armonía aparente, las biografías de Cristina Kirchner con los discursos del papa, y los cuentos infantiles con el encuentro de uno mismo, los clásicos huevos benedict y las modalidades de té.

Las verdades por las calles

Además hay pintadas. Grafitis que te abofetean como epifanías en muchas calles porteñas. En barrios elegantes y en barrios que no lo son tanto, en esquinas mezcladas y en tapias abandonadas. Hay frases que te golpean en pleno paseo soltándote un verso que se te queda pegado como un lunar. Puede ser una frase de un tango, un aguijón envenenado, un “borra la tristeza, calma la amargura” o, sencillamente, “viento y sombra” no más.

Finalmente creo que no ha cambiado tanto. O que sí, pero que se le siguen cayendo las palabras, que huele a pasado aunque con una mano de pintura fresca y que, sí, que vibra y avanza y muta y cambia, y que eso es más que suficiente para que una ciudad lleve a lomos de sus andares la palabra “crecer”.

 

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