La carretera de los mayas

Era sólo una carretera. Una línea con dobleces que une dos puntos. Nada más. Una línea que se retuerce. Era hermosa, diferente. Una línea. Nada más.

Era sólo una carretera. Una línea con dobleces que une dos puntos. Nada más. Una línea que se retuerce. Era hermosa, diferente. Una línea. Nada más.

Salimos temprano de San Cristóbal de las Casas. Ciudad bella, de calles peatonales empedradas, viejas casas que olvidan secretos, iglesias cromadas y masas de turistas que camuflan la tristeza de saber que los mayas, viejos dueños de todo, son sólo hileras tristes de vendedores ambulantes. Las madres cargan con los niños, pequeños, que deambulan hasta altas horas con sus rostros tostados y sus ojos grandes, intentando ganar unos pesitos con los que engañar al hambre.

Enfilamos entonces la carretera camino de Comitán y al pasar esta cuidada ciudad giramos por un sendero más estrecho, la llamada carretera fronteriza o 307, que nos fue descubriendo una Chiapas dulce, rural, calmado. El azul se mezclaba en muchos lugares arriba y abajo. Chiapas tiene un agua azul como el cielo y un cielo azul como el agua.

Las gentes se movían con delicadeza, como con miedo de despertar a sus sombras

Hay cascadas por todos lados. En las lagunas de Montebello nos pareció que el color del líquido era tan denso que dudamos si era un asfalto turquesa y verde. Parecía pasto quieto que se mecía con algún extraño golpe de viento. A los lados había grandes árboles o vaguadas de césped. Las gentes se movían con delicadeza, como con miedo de despertar a sus sombras, y las casas, muchas de colores, tenían macetas en sus ventanas de las que trepaban flores.

A mitad de camino vimos a un hombre parado mirando el infinito desde un balcón de tierra y piedra. Nos despertó curiosidad y nos pusimos a su lado con la duda de si nuestros ojos abarcarían tanto empeño. Al otro lado estaban las montañas de Guatemala. No era lejos, el hombre nos las indicó con un dedo y pareció que acariciaba aquellos picos. El problema es que debajo de nosotros había una pronunciada pendiente y un río por el que el agua, otra vez de azul intenso, huía de unas grandes rocas. Se llamaba el Ojo de Agua aquel lugar y el hombre, que no dejaba de mirarlo todo memorizándolo por enésima vez para recordarlo cuando lo olvide, nos dijo: “Se puede bajar. Abajo el río es más bonito. Estas son las cataratas más bellas de Chiapas”. Y nosotros le creímos, pero cuando miramos abajo y arriba hicimos un cálculo a ojo y decidimos que se nos caería la noche antes de mojar un pie. Decidimos seguir.

Entonces comenzamos a bajar y subir alguna cuesta y a perdernos por rectas en las que no había nada que no fueran ausencias, hojas y pocos pies. Pasamos algún control militar y giramos seis horas después de comenzar todo a la izquierda. “¿Van a las Guacamayas? Tengan cuidado por esa carretera, hay partes donde el asfalto se ha derrumbado”, nos dijo un soldado mientras apuntaba nuestros nombres para poder explicar que por allí pasaron dos que quizá no vayan a volver.

Nos bañamos en las aguas de la selva, junto a un salto de agua

Poco a poco fuimos entonces contorneando la Selva Lacandona, nuestra primera parada. Y allí encontramos una cama, un restaurante y una barca. La última nos sirvió para meternos en el río Lacantún. El mundo giró entonces seis meses y regresé a mi África, a mis safaris. Y vimos monos y cocodrilos. Y no vimos el jaguar y el tapir que tanto soñamos. Y nos bañamos en las aguas de la selva, junto a un salto de agua. Y el mundo volvió a parecerme especialmente amable conmigo. Y por la noche dormimos bajo el grito de los monos aulladores, más potente y cercano que nunca escuché a un león en la selva. Creo que dormí seis horas que equivalieron a cinco años.

Después, a la mañana siguiente, seguimos aquella línea, que ahora giraba al norte. Y llegamos hasta las ruinas mayas de Yaxchilán. Al otro lado de la ribera del río Usumacinta está Guatemala. “Este es el río más caudaloso del mundo”, nos indicó el barquero. No lo es, lo es sólo de México y el más largo de América central, pero el barquero tenía derecho a pensar que allí se acaba el mundo o, al menos, debiera hacerlo. Porque a las ruinas se accede tras una hora de barca en la que también se observan grandes cocodrilos. Allí, en medio de una selva que durante años se lo comió todo, se visita una vieja y esplendorosa ciudad maya de entre el 350 al 810 dC.  Lo que se contempla es la poca proporción que se le ha conseguido ganar a la selva, la mayoría de las casas y palacios siguen allí, ocultos para el hombre y morada aún de sus viejos monarcas Pájaro Jaguar.

Se visita una vieja y esplendorosa ciudad maya de entre el 350 al 810 dC

Luego tocan más ruinas, las de Bonampak, donde las paredes conservan aún pinturas cromadas y donde los indios lacandonas conservan aún su selva, como propietarios, como dueños de todo. Y uno puede quedarse allí cien noches o seguir la línea y parar en ese secreto que es en medio camino el hotel Valle Escondido. Un poco más adelante, a la izquierda, están unas cataratas que cuesta dar su pista por no corromperlas: Roberto Barrios. Salvajes, preciosas y sin nadie. Hay que desviarse 14 kilómetros y se llega a un lugar tan bonito como las famosas Cascadas Azules y sin turistas. Allí nos bañamos también solos, bajo la ducha de uno de sus saltos de agua, deseando poder vivir así mil mañanas y una madrugada.

Entonces la línea llega hasta el final, hasta Palenque. Y allí, en el precioso hotel Piedra de Agua, de diez cuartos, piscina estrecha con mirador verde y bañeras exteriores donde entran las iguanas, pasamos algunas noches. Y vimos sus imponentes ruinas una mañana que no había nadie, y comimos en el recién creado restaurante Bajlum, donde tras años de investigación cocinan igual que lo hacían los mayas hace mil doscientos años, y tuvimos un irrefrenable deseo, que no me he quitado aún, de volver a aquella línea a comenzar de nuevo todo.

 

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