Prólogo a un viaje comenzado

Almayer es, en definitiva, el acto mismo de viajar. Meta y camino simultáneamente. Medio y fin. Búsqueda y encuentro. Y es que tal y como reza mi libro preferido, “Todo lo demás no era nada todavía. Inventarlo –eso sería lo maravilloso”. Inventemos.

Un amigo me dijo una vez que las personas se dividen en dos tipos: las que se merecen que se les regale Océano Mar y el resto. Él consideró que yo era de las primeras y me obsequió con su propio ejemplar. Desde entonces, Alessandro Baricco es mi autor favorito y Océano Mar el libro que sustenta mis sueños. Una obra maestra. Una joya. Una biblia pagana. Un exquisito trabajo de orfebrería que hilvana un extraordinario mundo de personajes oníricos, tan reales e inverosímiles como la vida, como la nuestra, como a la que en ocasiones se le antoja sorprendernos y nos lanza sin piedad a un mundo de lo maravilloso que nunca es eterno. Que tiene planteamiento, nudo y desenlace, como el propio libro. Y como los viajes.  Sobre todo, como los viajes.

Almayer es la posada en la que se desarrolla la historia. Los que lo hayan leído saben, sin embargo, que en realidad es mucho más

Confieso que, desde entonces, cada vez que me embarco en un nuevo periplo busco Almayer sin saberlo. Para los que no hayan leído el libro, Almayer es la posada en la que se desarrolla la historia. Los que lo hayan leído saben, sin embargo, que en realidad es mucho más. Un escenario de paso, un laboratorio de experiencias, un limbo en el que se redimen los pecados, un espacio suspendido en equilibrio sobre los propios sueños, tan tierra de todos y tan tierra de nadie que únicamente puede prometer aventuras inusuales y hallazgos insólitos. Un lugar en el que todo es posible. Como en los viajes. De nuevo, como en los viajes.

Confieso, también, que siempre la he acabado encontrando. La posada, digo. Es imposible lanzarse al mundo –con una mochila ligera y hambre en los zapatos- y no sentir el mismo desasosiego que Savigny ante el mar, enfrentarse a los propios miedos como Elisewin, buscar los límites –ya sean personales o del paisaje- tal y como lo hace Bartleboom. O encontrar personas que huyen de sí mismas como Ann Deverià. Otras que buscan la inspiración a lo Plasson. Y muchas, muchísimas, que miran a su alrededor con ojos de niño, con los de Dood, aquel que se sentaba en el alfeizar de la ventana proyectando su mirada curiosa hacia el exterior.

Es imposible lanzarse al mundo –con una mochila ligera y hambre en los zapatos- y no sentir el mismo desasosiego

Almayer es, en definitiva, el acto mismo de viajar. Meta y camino simultáneamente. Medio y fin. Búsqueda y encuentro. Y es que tal y como reza mi libro preferido, “Todo lo demás no era nada todavía. Inventarlo –eso sería lo maravilloso”. Inventemos.

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