Sídney: el fantasma de la Opera

Cuando tenía siete años hice una lista de lo que quería hacer en la vida. Todavía estoy viendo escrito con letra gorda y torcida: “tener una casa con jardín, montar en helicóptero, ir a Australia…”.

Cuando tenía siete años hice una lista de lo que quería hacer en la vida.  Todavía estoy viendo escrito con letra gorda y torcida: “tener una casa con jardín, montar en helicóptero, ir a Australia…”.

Australia

El fantasma de la Opera de Sídney nos persigue a los habitantes del hemisferio norte durante la infancia, la adolescencia, la juventud y a veces toda la vida. Encarna lo lejano, lo inhóspito e inexplorado, el otro lado del planeta, las Antípodas, el mundo paralelo. Y de repente un día va uno y lo ve, está ahí, es verdad que existe y encima es de una belleza hasta insolente y tiene la energía del nuevo mundo lejano.

Llegué a Sídney en un vuelo que aterrizó con puntualidad inglesa a media tarde y recuerdo la calidez de la salida del aeropuerto, lo guapos y simpáticos que son los australianos y la poca gente que vi, o lo grandes que me resultaron los espacios. Un autobús me llevó al centro de la ciudad, desde donde fui caminando a un hostal, dejé la mochila en la habitación y salí enseguida a descubrir. El regente del lugar, un tipo inicialmente siniestro y taciturno pero que se reveló como un ciudadano de trato amable, me dio un plano básico y cuatro consignas de orientación. “And the Opera?” le pregunté temblona por la emoción. “Ah, yes, it´s right here”, me indicó. Apenas a media hora a pie.

 Sídney Opera… House

Con esa actitud placentero-sufridora que a veces nos hace retrasar el momento de acostarnos si tenemos mucho sueño, de comer si tenemos mucho hambre o de meternos en el mar si hace mucho calor, eché a caminar por las calles de Sídney (¡por las calles de Sídney!) dilatando el momento de asomarme a la bahía y ver la silueta de las conchas de la Opera aparecer. Al final de una calle ancha ya en el jardín botánico, tras pasar por Hyde Park, deambular por calles y escaparates y asomar la cabeza por bares y cafeterías salí a la primera vista de la bahía. Estaba anocheciendo, iba cruzándome con grupos de gente joven que pasaban charlando con buen humor y aun recuerdo como si hubiera sido hace un momento la sensación conmovedora de: Aquí está! cuando la vi.

Cuando uno la ve por primera vez siente una satisfacción extraña y emocionante, un cosquilleo nasal, una casi lágrima aflorante, una plétora vital.

La ópera es enorme, hermosa y mítica. Tiene esas conchas como nautilus que salen unas de otras con forma de abanico o de peineta y un entorno fabuloso. La bahía es impresionante, se puede abarcar desde varias perspectivas y a la amplitud y la belleza se suman el espíritu de los paseantes, relajados, contentos, sin la prisa y el estrés al que nos tienen acostumbrados los mitos turísticos, y el color tostado de la caída de la tarde.

Cuando uno la ve por primera vez siente una satisfacción extraña y emocionante, un cosquilleo nasal, una casi lágrima aflorante, una plétora vital. Es, a pesar de encontrarse en el polo opuesto, como estar en casa otra vez. Mucha energía de repente llenó mis piernas cansadas de un impulso andarín y caminé hasta ella, la toqué, entré, salí, hablé con personas, llamé a familiares y amigos, hice fotos y más fotos, me llené del aire de la bahía australiana un rato largo meciendo las piernas en algún banco delante del mar.

And more

La parte más célebre de Sídney no defrauda y toda la ciudad no lo hace en un momento. Los días que pasé en ella no fueron suficientes y todavía no conozco a nadie para quien lo hayan sido. Hay un barrio que se llama The Rocks donde estuve una mañana por recomendación del tipo taciturno. En mi paseo tempranero me llamó la atención el cartel de un café con pinta de entrañable que colgaba de la primera planta de una casita baja, así que subí. Todo el piso era de madera, el sol se colaba por la calle estrecha y me senté en una mesa baja del balcón donde me tomé un café humeante y me fumé mi primer cigarro australiano desde que había dejado de fumar. Sin culpa. Porque si algo tiene Australia es que, en la frontera, con la pereza te confiscan la culpabilidad.

Si algo tiene Australia es que, en la frontera, con la pereza te confiscan la culpabilidad.

Aquel día anduve por galerías de arte, calles de tiendas de monte, pesca y camping y los otros días siguientes por el zoológico y los parques. Comí wraps vegetarianos extraordinariamente ricos, quizás fuera una especialidad de la ciudad, interactué con australianos y extranjeros, me maravilló la gente arremolinada con el color naranja de la caída del sol en la puerta de los pubs tomándose la cerveza vespertina o durmiendo siestas por los parques. Hay casas victorianas con estatuas en los jardines, gatos merodeadores por cubos de basura desordenadamente ordenados, veleros en el puerto de mástiles tintineantes y tiendas de papel de regalo como en Japón. Hace tres años The Independent publicaba una lista de las diez mejores librerías del mundo a la que me asomé antes de viajar al otro lado, y “Boat books” en Sídney era una de ellas, así que también me pasé por aquel paraíso de los navegantes, exploradores de los hielos y marineros de agua dulce… no me queda apenas espacio y no quiero que me regañe mi editor así que ya no diré nada más. Sólo que, en la medida en la que sea posible, vayan una vez en la vida a Sídney. A veces en Paris veo desembarcar ciudadanos de Asia, de Australia, de Nueva Zelanda, que corren embelesados a mirar, fotografiar, y dar vueltas y revueltas a la torre Eiffel y me imagino que estaba en sus listas de infancia, que debe ser la versión invertida del viaje lejano, monumental y mágico de los niños soñadores del hemisferio sur.

 

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