Apolima o crónica samoana de la eternidad doméstica

Erase una vez una isla con vida propia en medio de la polinesia austral. Erase una vez Apolima, un islote del archipiélago samoano con forma de herradura dónde no siempre se podía entrar, y de dónde no siempre se podía salir…

Erase una vez una isla con vida propia en medio de la polinesia austral. Erase una vez Apolima, un islote del archipiélago samoano con forma de herradura dónde no siempre se podía entrar, y de dónde no siempre se podía salir… sólo tenía una entrada entre dos rocas con corrientes marinas que iban y venían merced a los caprichos del viento y del mar. Habitada por 88 personas, varios animales domésticos y salvajes, y mucha vegetación, Apolima era además una maquina del tiempo: lo estiraba, lo encogía, uno quedaba atrapado en sus palmeras altas sin saber cuando podría hacerse a la mar.

¿Qué vine yo a hacer a Apolima? Vine dos días con un equipo samoano del ministerio de medio ambiente a hacer una investigación sobre la comunidad local, pero el tiempo se estiró en una suerte de elasticidad bizarra y nos quedamos cuatro días o diez. Fuimos afortunados y conseguimos entrar a la primera, la mar estaba calma, pero no pudimos irnos cuando quisimos a cuenta de las olas y tuvimos que quedarnos un par de días más. Probablemente no había apenas peligro, podríamos haber salido mareados y viajar con el estomago agitado pero como en Apolima el tiempo es otro, decidimos permanecer, sin más. En Manono el tiempo avanza de forma circular, como ya os conté en el otro reportaje, pero en Apolima no avanza. No existe. Pasamos días que fueron horas, que fueron semanas, que fueron años, jugando a vóley, recogiendo conchas, juntando flores, tumbados en la hierba y sintiendo todo, desde el césped hasta el mar.

Los mejores amigos del hombre

Si para los visitantes el acceso a la isla no es fácil: a veces hay que desistir, dar media vuelta y regresar, para quienes viven ahí la situación es inversamente interesante: en ocasiones tienen que quedarse varios días sin saber cuándo podrán salir esperando a que mejore el tiempo, que se calmen las aguas o que una vacuola de cielo claro anuncie unas horas de sosiego marino. Quizás por eso los habitantes del único pueblo que hay han desarrollado particularidades tan hogareñas como el amor a las mascotas o el perfeccionamiento de la cocina y de la artesanía local.

Pasamos días que fueron horas, que fueron semanas, que fueron años, jugando a vóley, recogiendo conchas, juntando flores, tumbados en la hierba y sintiendo todo, desde el césped hasta el mar.

Samoa no es un país de mascotas, la mayoría de los perros son salvajes, muerden a los paseantes y los habitantes los rehúyen no tanto por el tamaño de sus mordiscos como por lo insufrible de las nueve vacunas antirrábicas que ha de ponerse cada víctima y el posterior reposo de un par de semanas en plano horizontal. Casi nadie tiene gatos domésticos, ni lagartos, ni pajaritos y menos aun hámsters, con la de ratas que hay. Algunas casas tienen perros guardianes y las familias crían una raza de cerdos gigantes y gallinas básicamente con fines gastronómicos, pero nada más. Sin embargo Apolima es diferente: las familias tienen gatos que comen, paren y duermen en las estancias comunes, perros falderos que pastan en el terreno de vóley, murciélagos en jaulas que alimentan a base de plátanos y papayas. Hay hasta gallos y gallinas de varias fisionomías y tamaños que se pasan el día merodeando por las cocinas y jugando con los niños. “No mires a los gallos a los ojos” te recomiendan al llegar a Samoa, pero en Apolima son como perros, incapaces de atacar.

Maravilla del samoano, cuando supimos que no íbamos a poder salir de la isla el día que estaba previsto, nadie avisó a nadie, nadie sacudió siquiera un bigote del desbaratamiento de planes y ni un solo ciudadano hizo un movimiento más allá del estiramiento de brazos y del comentario: let´s go for dinner then (traducido, claro). Las mujeres del poblado, muy animadas, comenzaron a preparar otra cena más y los compañeros de la expedición dando el trabajo por terminado y abriendo el periodo estival se tumbaron a descansar o bajaron a la playa a buscar conchas para decorar. Y la verdad es que en Apolima, a cuenta de la diferencia de las corrientes, había conchas que en otras islas samoanas no se pueden encontrar.

Vida parlamentaria y nirvana

En aquellos días sin tiempo, de incomunicación, de comunión con el medio y relajo vital absoluto, mientras experimentábamos una especie de nirvana polinesio, las apolinesas me contaron cómo funcionaba su horno, el umu, obra maestra de la ingeniería de gama blanca, con sus tres niveles de cocción, y también me dijeron cómo se hace una alfombra: primero se arrancan las hojas de palmera y se ponen a secar al sol, luego se laminan siguiendo la dirección de los nervios y luego se las deja cambiar de forma sujetas con piedras o con algún peso en los extremos. Cuando están listos los filamentos las mujeres se juntan y se ponen a trenzar.

El matai nos preguntó muy serio, con la actitud de un monarca que envía a buscar fortuna a sus vástagos, qué íbamos a hacer ahora, después de Apolima como si, en efecto, hubiera un antes y un después.

Este momento va más allá del trenzado, es una asamblea local. Ni los niños ni los hombres pueden participar y de estas jornadas salen sugerencias, ideas y problemas que pueden ser planteadas al matai y convertirse en costumbres, o en deberes y obligaciones de la vida de la comunidad. Las reuniones de las mujeres samoanas alrededor de una labor hacen pensar a la vida de la mujer victoriana preparándose para desenvolverse en sociedad, a las Mujercitas de Luisa May Alcott y constituye una de las fuentes más solidas de lo que se conoce como fa’a Samoa, o “Samoan way of life” que es el derecho de facto que rige la vida del archipiélago. Los días elásticos que iban pasando nos dieron para ver terminar a las mujeres alfombras, cestas e ilis (abanicos).

Una mañana la interprete me dijo con una expresión donde identifiqué un poso de pena lejano, “we are leaving today”, lo cual no quería decir nada, ya que podían pasar doce horas o incluso días hasta que intentáramos tirarnos al mar. Pero parecía que iba en serio: “we must say goodbye to the matai”, añadió, así que fuimos entonces a despedirnos del jefe que tanto nos había ayudado con nuestra investigación algunos días o siglos antes. El matai nos preguntó muy serio, con la actitud de un monarca que envía a buscar fortuna a sus vástagos, qué íbamos a hacer ahora, después de Apolima como si, en efecto, hubiera un antes y un después. Yo no supe que decir así que dije “trabajar” pero no estoy segura de que a la interprete le convenciera mi respuesta así que probablemente inventó algo más. Ella le dio una explicación larguísima y lo cierto es que, hoy, algunos días y años más tarde, confío en que aquel matai recibiera una respuesta a la altura de la dignidad de todo aquel que en algún momento ha sido abducido por la maquina del tiempo apolinesa y ha creado amistad con la naturaleza, se ha tumbado a mirar el cielo sin tiempo, ha usado un horno de tres pisos y ha aprendido a esperar al mar.

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