Los Ángeles, Rojo. En la puerta de la casa donde rodamos durante dos semanas los interiores de una película familiar con un guión espectacular, había un arce japonés que iba perdiendo las hojas muy lentamente, al ritmo del otoño angelino. Un día se le había caído una, al día siguiente se le habían caído tres. Como todas las calles se parecen en cada barrio-ciudad de esta metrópoli anónima, reconocíamos la calle de la casa por el árbol rojo, que hacía de farolillo justo a media altura y que nos daba sombra en las pausas interminables en las que salíamos a la puerta para que nos distinguiera el coche tintineante de dominos pizza o se les quitaran a algunos las ganas de fumar.
Cuando la noche caía como cae en Los Ángeles, como un plomo de luz negra y espesa que se desparrama por el asfalto con una bruma densa de la textura del alquitrán, dejábamos de ver las hojas granates del arce y nos confundíamos al aparcar.
En Los Ángeles los coches de bomberos son rojos, como el color del té de frutas del bosque e hibiscus del Starbucks o como sus propios vasos de Navidad.
El pelo de Gloria, la maquilladora, que tiene una cicatriz alargada con cortes perpendiculares que le atraviesa el tórax, sube hasta el cuello y la marca, en combinación con los ojos verdes de escucha y valor infinitos, de autoridad y sabiduría, también es rojo como las hojas del arce y lo lleva recogido con un lazo amarillo pálido con lunares negros en forma de coliflor. En Los Ángeles los coches de bomberos son rojos, como el color del té de frutas del bosque e hibiscus del Starbucks o como sus propios vasos de Navidad. Rojo como algún anochecer que se cae rápidamente en Venice beach o rojo como los muñecos de Papa Noel rojos que empiezan a proliferar inquietantemente en noviembre por todas las tiendas y esquinas de esta mole de ciudad.
Amarillo. Al lado del arce japonés había un limonero con limones insultantes de tanto brillo y tanta orondez. Quien nos iba a decir que los citricos californianos eran tan vistosos. Ni en una pelicula de modernismo estridente se podria haber imaginado algo semejante. Piel gorda, olor extrapolable mas alla de su perimetro inmediato, simetria, barriga, y un tacto de alacena familiar casi de naturaleza muerta de Zurbaran. Bellos.
Verde que te quiero verde. Una vez una profesora de literatura nos explicó lo complejo de traducir este verso elevado de Federico García Lorca al inglés: Green i love you green? Green, i want you, green? Green, green, I love you… No es fácil.
Al lado del arce japonés había un limonero con limones insultantes de tanto brillo y tanta orondez
En una secuencia de la película tres personajes tenían que comer rúcula. Entonces, el director de arte, un sevillano con peto de cuadros capaz de encontrar cuerda de jardín naranja en una ferretería peligrosa previo derrape de camioneta en Lincoln avenue, hizo una ensalada de mozarella, tomate y rúcula y el sol se coló de lleno en el plato sacando disparada una luz verde que parecía una aurora boreal.
Una vez monté en la camioneta de arte para, a contrarreloj y sin árbol de referencia que nos guiara a nuestro regreso en la noche negra, buscar en las calles hostiles de LA una caja de hojalata que sirviera para contener recuerdos de hace cuarenta años. En dicha expedicion viajaron con nosotros en la camioneta (por orden de chocamiento con respaldo de asiento de copiloto donde reposaba mi cuerpo): un muñeco de nieve de plástico gigante con bufanda roja, tres bicicletas, una bolsa con banderines de jardín, toda una serie de poleas, llaves inglesas, tornillos y cajas de herramientas, una serie de revistas llamadas ”Arizona”, dos toallas, madejas inclasificables de tuercas y tornillos, unas chancletas, pelusas de diversa talla y estructura, pajitas, varios papeles al viento que iban y venían por la cabeza y por los pies y un cuaderno. Sin tapas. Acabamos comprando galletas suecas y bombones americanos en un centro comercial gigantesco porque venían en cajas de hojalata con varias representaciones de Papa Noel.
En Malibú hay un restaurante desde cuyas mesas se ve las tripas de los pelicanos sobrevolar a una distancia constante la superficie de las olas en busca de peces que merendar.
Verdes en Los Ángeles son también las hojas de los limoneros y la hierba omnipresente, la librería barnes & nobels, que no es espectacular pero suple dignamente las necesidades de cualquier ciudadano de Paris (.snif) en California, y la camiseta que mi amiga Blanca, que estudia la influencia de los cambios climaticos globales en la estructura de las relaciones predador-presa en comunidades de mamiferos del Neogeno, llevaba cuando quedamos para hacer un brunch en el pain quotidien de Santa Mónica y comprar jerseys baratos en Forever 21.
Azul, porque a veces hay que doblegarse a los clásicos, sobre todo en cuestiones de referencias, son el cielo y el mar. En Malibú hay un restaurante desde cuyas mesas se ve las tripas de los pelicanos sobrevolar a una distancia constante la superficie de las olas en busca de peces que merendar. Azul es el tono de los edificios de Los Ángeles, casi todos de espejos porque reflejan el cielo, que es lo que ven.
Azul casi transparente es la vida angelina. Fragil como el cristal o inquebrantable como el acero, uno puede elegir el tono de azul que prefiera y cambiar la disposicion de un dia para otro. Todo es posible en LA que huele a sueño multicolor, a abandono de vidas poco excitantes e inmersion en la aventura de la luz y el calor ¿O es que nadie ha gritado nunca el siemprequiseiraelea de Loquillo sin pensar verdadermante, con el cuerpo y el alma, en dejar un dia esta ciudad y cruzar el mar para ver el sol?