En Sudáfrica tuvieron que resucitarme, lo hicieron, estoy viva. Pero jamás me he olvidado de la gente que iba conmigo aquel día, que podía haber vivido, quizá, si hubiera tenido el seguro médico que tuve yo.
Antes de que pudiera darme cuenta, mi querido amigo cruzaba el precipicio por la vía del tren. Los pasos coincidían con las viejas tablas de madera; un paso en falso y caías al río. Y estaba alto. Y me daba miedo.
El azar hizo que me topara con George Ishak, político fundador de Kifaya, el movimiento que en 2004 preparó el terreno para la Revolución. Rompió, de algún modo, la cultura del miedo al conseguir el derecho a manifestarse bajo la Ley de Emergencia y el derecho a elegir al presidente.
Ya no quiero salvar a nadie porque no hay nadie a quien salvar. Empecé una ONG queriendo ser una heroína y ahora sólo quiero ser feliz, tan feliz al menos como las personas a las que quería ayudar.
Cuando era niña y veía las marquesinas de los autobuses plagadas de publicidad de ONG, me imaginaba algo distinto. Algo más fácil. Más heroico. Pero trabajar en Kenia supone tragarse el ego día tras día y asumir que realmente no sé nada de nada.
Hay dos cosas inabarcables en el centro de salud de Makuyu: la muerte y la locura. Ambas se tratan desde el terror, la incomprensión y la negación. A la primera se le encuentra sentido a través de las distintas religiones y la locura se explica en esa sociedad a través de maldiciones, males de ojo, castigos divinos…