La primera vez que viajé a África fue a Malawi. Tenía 21 años y para mí el gran continente era poco más que una idea que había definido antes de conocer. Trabajaba en Chinsapo, un poblado en Lilongüe, y mi rutina diaria consistía en equivocarme muy fuerte. Ésa era mi especialidad. Recuerdo que una mañana fui a un poblado que “no estaba muy lejos” para asistir al funeral de una de las pacientes del proyecto. Después de una hora y media caminando aprendí que las verdades eran sustituibles, y que si quería empezar a adaptarme debía dejar a un lado las verdades inflexibles que me habían poblado durante la adolescencia (“cerca”, en Malawi, no era lo mismo que “cerca” en España, desde luego).
Iba dejando atrás casitas de adobe con techos de paja y gente que saludaba amable. Algunos niños me seguían y me iban enseñando palabras en chichewa. Cuando llegamos al poblado, lo primero que vi fue hombres con máscaras, con faldas hechas de hojas de algún árbol que no supe reconocer, y con machetes. Me asusté. Me asusté mucho. Me sentía completamente sola y perdida en algún lugar del mundo. Dos hombres me guiaron hasta unos bancos de madera que habían colocado en círculo y me senté. Al rato muchos más hombres, todos vestidos de la misma manera, empezaron a correr detrás de un grupo de niños dando machetazos al aire. Los niños corrían riendo, y los hombres resultaban realmente amenazadores.
Me sentía completamente sola y perdida en algún lugar del mundo
Alguien que hablaba inglés me explicó que los hombres jugaban a ser la muerte, y que estaban enseñando a los niños a huir de ella. Recuerdo mi terror cada vez que un machete pasaba cerca de un niño; quería pensar que era un juego, una metáfora, un ritual… ¡pero los machetes eran tan reales!
Cuando terminó el ritual me llevaron a ver a la muerta. Ellos no lo sabían, pero era la primera persona muerta a la que iba a ver en mi vida. La mujer yacía en un ataúd de madera, dentro de su casita de adobe. Dentro de la casa había luz de velas, y encima del cuerpo pasaban de vez en cuando pollitos o patos, y nadie parecía extrañarse. Me explicaron que tenía que ponerle una moneda en la mano, como ofrenda para pagar la comida a los invitados al funeral, y recuerdo perfectamente que yo sólo quería salir de ahí. Pensé que iba a vomitar por el olor, por la humedad, por toda la situación. Pero coloqué la moneda en su mano y salí. Salí deprisa, casi corriendo.
Me explicaron que tenía que ponerle una moneda en la mano a la difunta, como ofrenda para pagar la comida del funeral
Hice el camino de vuelta en muy poco tiempo y llegué a casa con un dolor de estómago terrible. William James decía que las emociones no se localizan en el cerebro, sino en las vísceras, y en ese momento estaba totalmente convencida de que el terror me nacía en el estómago y me bloqueaba, me bloqueaba totalmente.
Llevaba ya bastante tiempo en Malawi y no había hecho más que trabajar. Aquella noche decidí que aceptaría la invitación de unos amigos canadienses para ir a pasar el fin de semana a Salima, al gran lago de Malawi. Necesitaba quitarme el mal cuerpo y la sensación de ser muy tonta que tenía desde hacía tiempo, y mirando fotos en una guía de Lonely Planet me convencí de que sería el fin de semana de mi vida.
Nos subimos en la parte de atrás de una “pick-up”, éramos unos doce adultos y al menos dos niños
Al día siguiente cogimos un autobús en la estación de Lilongüe que nos llevó hasta Salima. Recuerdo los paisajes, bellísimos, recuerdo disfrutar de la curiosidad que me abría los ojos, recuerdo la sensación total de libertad, como si hubiera ido más allá del mapa, más allá de cualquier espacio fáctico. Cada parada que hacíamos era una fiesta, los vendedores de frutas de cada pueblo corrían y se agolpaban contra las ventanillas del autobús para vender sus productos. En la última parada compramos plátanos; estaban realmente ricos.
Una vez en Salima nos subimos en la parte de atrás de una “pick-up”, éramos unos doce adultos y al menos dos niños. Había un par de cabras, gallinas, y pescado fresco. Una de mis amigas canadienses me hizo una foto antes de arrancar, me sentía realmente excitada ante la aventura. Recuerdo el aire en la cara, la humedad de la proximidad del lago, el calor.
Y de pronto, el silencio.
Parece ser que la rueda delantera derecha estalló, y la “pick-up” dio tres vueltas de campana. Salimos disparados, claro. Cuando recuperé la conciencia estaba tendida en la carretera. Miré a la derecha y vi mi mano destrozada e hinchada. No sentí nada. Me encontraba bien, creía. Me llevé la mano izquierda a la oreja, comprobé que sangraba por el oído y pensé fríamente que eso no era buena señal. La gente me hablaba y yo sonreía mucho. Alguien dijo que estaba muy mal, pero yo era ajena, nada me afectaba, estaba bien.
La rueda delantera derecha estalló y dimos tres vueltas de campana. Salimos disparados, claro
Cuando llegó la ambulancia, que era un matatu, el médico empezó a cortarme la ropa y pensé que era una suerte que llevara ropa interior bonita. El hombre que iba a mi lado en la ambulancia murió por el camino. Yo vomité.
Murieron cinco personas en el acto. Murieron más después, porque no tenían seguro médico y no pudieron ser trasladados a un buen hospital. A mí me evacuaron en una avioneta medicalizada a Sudáfrica, después de pasar las primeras 24 horas en un hospital de Malawi donde me dieron la extremaunción. En Sudáfrica tuvieron que resucitarme, lo hicieron, estoy viva. Pero jamás me he olvidado de la gente que iba conmigo aquel día, que podía haber vivido, quizá, si hubiera tenido el seguro médico que tuve yo.
Murieron cinco personas en el acto y más después, porque no tenían seguro médico y no pudieron ser trasladados a un buen hospital
Por eso la ONG. Por eso continué viajando. Porque tengo una deuda que no voy a poder pagar en la vida, y lo único que puedo hacer es intentar que el mundo sea un poco más justo. En Malawi aprendí el miedo, aprendí que morirse es muy fácil y que no es tan tremendo, aprendí el asco. Aprendí a aprender y a dejar de lado las verdades. Aprendí a sonreír con media cara paralizada (que se fue pasando con el tiempo), aprendí a ser de nuevo. Y pienso en ocasiones que, en realidad, fue una suerte madurar en un país como Malawi. Ojalá algún día vuelva.