Siempre he llamado al mes de julio “mi invierno extranjero”. Los últimos tres veranos los he pasado en Kenia, coincidiendo con la época más fría, y donde la única forma que sé de combatir el frío es a base de té caliente cargado de azúcar y leche.
Una mañana, en el centro de salud de Makuyu, Ndung’u (el enfermero psiquiátrico con el que trabajo) empezó a llenar termos de plástico de té caliente. Me dio dos para que los metiera en mi bolso y metió otros dos en su mochila.
–Vamos a llevar a té a algunos enfermos que viven cerca– me explicó. Yo ya no era tan novata y supe que “cerca” significaba dos horas caminando, mínimo.
Cuando hay algo de viento, las flores caen y cubren los caminos de tierra de un color precioso
Nos pusimos en marcha, cogimos el camino que une Makuyu con Kamahuha, poblado de jacarandas que en esta época suelen estar en flor. Cuando hay algo de viento, las flores caen y cubren los caminos de tierra de un color precioso. Siempre me ha sorprendido que no haya turistas por esa zona tan llena de historia y de belleza.
Íbamos caminando al lado de la antigua vía de un tren de la era colonial, atravesando pequeños poblados. Ndung’u, que suele contarme historias de los pacientes mientras caminamos, me iba hablando de la de una niña de cinco años cuya madre trabajaba como prostituta.
Ndung’u me iba hablando de la historia de una niña de cinco años cuya madre trabajaba como prostituta
–¿Cuánto crees que cobra una prostituta en Makuyu?– me preguntó. Me encogí de hombros acostumbrada a perder al juego de la estimación de precios.
–Sesenta chelines– me dijo disfrutando de mi expresión de horror. Sesenta chelines kenianos son, más o menos, 60 céntimos de euro. En ese momento tenía toda mi atención, y siguió con la historia.
–La madre trabaja desde las seis de la tarde hasta las seis de la mañana en Kenol, un pueblo a cinco minutos de Makuyu. Cuando llega a casa por la mañana, la niña ha preparado ugali y té para desayunar. La madre come algo y se acuesta, y entonces la niña se viste y va al colegio. Cuando regresa a casa su madre no está, toma té para cenar y limpia un poco.
–¿Y dices que tiene cinco años?– pregunté asombrada, acordándome de mis cinco años. Afirmó con la cabeza y paró en seco.
Antes de que pudiera darme cuenta, mi querido amigo cruzaba el precipicio por la vía del tren. Estaba alto. Y me daba miedo.
Habíamos llegado a un pequeño precipicio; abajo había un pequeño río, en el que según Ndung’u había cocodrilos. Antes de que pudiera darme cuenta, mi querido amigo cruzaba el precipicio por la vía del tren. Los pasos coincidían con las viejas tablas de madera; un paso en falso y caías al río. Y estaba alto. Y me daba miedo. Tanto que olvidé la historia de la niña. Cuando llegó a la otra parte me miró sonriendo.
–No puedo– le dije–, me da miedo. Empezó a reírse.
–No puedes volver sola a Makuyu –gritó– ¡te comen viva por estos caminos!
No puedes volver sola a Makuyu ¡te comen viva por estos caminos!
Miré hacia abajo, miré los tablones de las vías, medio podridos. Alguien pasó cargando dos cabras, como si nada. Algunos niños empezaron a agolparse en el otro lado riéndose de mí. Finalmente, Ndung’u vino a buscarme, me cogió del brazo y me obligó a pasar. Cuando llegué a la otra orilla parecía un gato hiperventilando.
–La mzungu aventurera– empezó a llamarme.
Hice el resto del camino enfurruñada conmigo misma por ser tan cobarde. Cuando llegamos a la casa de la paciente que íbamos a visitar, estaba agotada. Le ofrecimos té y nos sentamos en unas sillas de plástico, en la puerta de su casa. Sus uñas estaban totalmente infectadas y Ndung’u dijo que había que quitárselas para desinfectar. Cuando terminamos, después de vendar todos los dedos y de charlar un rato, estaba anocheciendo, así que el camino de vuelta lo hicimos en “piki piki” (una moto que hace de taxi) y, para mi sorpresa, fuimos por otro camino que, a pesar de ser más largo, no pasaba por el puente.
¿Por qué tendríamos que haber evitado esa parte de la vida?– me contestó él. Y sonreí.
–¿Por qué no vinimos antes por este camino?– le pregunté a Ndungu cuando llegamos.
–¿Por qué tendríamos que haber evitado esa parte de la vida?– me contestó él. Y sonreí.
Me fui a dormir agotada y sonriendo por el regalo que me había hecho, sin saberlo. El miedo es simplemente eso, algo que la gente siente. Algo que forma parte de la vida. Sobre todo cuando estás lejos de casa y no entiendes cómo una niña de cinco años puede vivir de ese modo, o cómo una mujer tiene que vender su cuerpo para comprar harina y té.
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