Héroes del Coptic Hospital

Ya no quiero salvar a nadie porque no hay nadie a quien salvar. Empecé una ONG queriendo ser una heroína y ahora sólo quiero ser feliz, tan feliz al menos como las personas a las que quería ayudar.

Cada vez que tengo que “dejar ir” a un paciente (y con dejar ir me refiero a escuchar su historia y admitir que no puedo hacer nada más que eso: escuchar) pienso en Ignacio García May, uno de mis profesores, y en las mil veces que le escuché hablar sobre “el viaje del héroe”: en toda obra dramática el protagonista tiene que moverse, le tienen que pasar cosas. Tiene que crecer.

Y pienso que conozco a varios héroes que bien podrían protagonizar novelas o películas. Personas cuyas historias pueden resultar lejanas, pero suceden. Están sucediendo. Ahora. Aquí. He decidido empezar a compartir trozos de vida con el fin de convertir a estas personas en héroes durante los dos minutos que empleéis en leer su historia. Porque siento que no puedo hacer más: no puedo cambiar su vida, no quiero cambiar su vida, pero quiero escribirla.

Las sonrisas sin dientes también son sonrisas

Grace tenía 16 años cuando aceptó ser la segunda esposa de Eric. Era huérfana y hasta entonces había vivido con su abuela, vendiendo refrescos en Mombasa Road para sobrevivir. Una lluviosa tarde de abril un coche paró a su lado. Conducía un tipo con una sonrisa blanquísima que Grace envidió (ella había perdido varias piezas dentales y las que conservaba parecían salpicadas del mismo barro que le manchaba la ropa). El hombre compró dos refrescos y uno de ellos se lo ofreció a la chica. Después se fue y dejó a Grace sonriendo por encima de sus posibilidades. Jamás se había sentido tan guapa.

Después de un mes de encuentros en la carretera, Eric fue a casa de la abuela de la chica y pidió su mano. Prometió que le pagaría una escuela para que pudiera terminar secundaria. Y que compraría vacas. La única condición es que Grace sería la segunda mujer de Eric. Por supuesto, aclaró este, viviría en su propia casa y la trataría como a una reina. Grace se tragó de golpe todo su sueño romántico de boda católica y amor exclusivo, cogió la mano de Eric y empezó su nueva vida.

Una lluviosa tarde de abril un coche paró a su lado y un hombre de sonrisa blanquísima le ofreció un refresco. Grace jamás se había sentido tan guapa

La chica se adaptó rápido a la realidad: compartía casa con la primera mujer de Eric y los hijos de esta, no había dinero para que pudiera ir al colegio y jamás volvió a la aldea de su abuela. La otra esposa era quien cocinaba y limpiaba, e ignoraba a Grace; la trataba como si fuera una más de las cabras que formaban parte de los bienes familiares. Así que Grace pasaba el día sentada mientras mordisqueaba, con dificultad, caña de azúcar. La casa constaba de una sola habitación que habían dividido en dos partes con una tela. Eric dormía entre semana con su primera mujer y los fines de semana con Grace.

Pasó el tiempo y Grace se quedó embarazada, pero al cuarto mes sufrió un aborto. Estando en el centro de salud fue diagnosticada de sida. Tenía 18 años. La primera mujer de Eric la acusó de haber infectado a toda la familia y su marido la expulsó del hogar.

Ahora trabaja como prostituta por las noches y durante el día hace pulseras de cuentas de colores

Conocí a Grace en el Coptic Hospital de Nairobi. Ahora trabaja como prostituta por las noches y durante el día hace pulseras de cuentas de colores. Quiere ahorrar para abrir una pequeña tienda de pulseras y collares. Es feliz, y dice, convencida y sonriendo, que fue maravilloso que Eric la echara de esa casa para poder empezar su propia vida. Se siente afortunada.

La historia de un copto refugiado en Kenia

Cuando Mena le ofreció su antebrazo a un viejo musulmán de Alexandria (Egipto), para que le tatuara un Cristo, no pensó que un día el Islam sería la causa por la que tendría que escapar de su país. Mucho ha cambiado Egipto desde los años 60, ya no hay rastro de ese país limpio y libre que era, todo tiende a ser extremo y radical. Pero la vida consiste en vuelcos que uno tiene que ser capaz de integrar y Mena sabe que no hay suerte ni justicia, la vida funciona como el cuerpo: irregularidades puras que hay que intentar equilibrar.

Cincuenta años después de hacerse aquel tatuaje, un grupo de musulmanes violó a su hija, quemó su casa y les amenazó de muerte. Entonces no se preguntó “por qué a mí”, porque así es la vida, dice: pasan cosas. Llegaron a Kenia como refugiados en 2011, sin hablar inglés y sin saber absolutamente nada del país en el que se encontraban. Alquilaron una casa pequeña, los dos hijos mayores encontraron trabajo en el Coptic Hospital (útero de todas las historias que he ido coleccionando) y su condición de expatriados empezó a ser el centro de su identidad.

Cincuenta años después de tatuarse un Cristo en el antebrazo, un grupo de musulmanes violó a su hija, quemó su casa y les amenazó de muerte

Siguen sin hablar inglés, y tanto Mena como su mujer apenas salen de casa. Han cogido cajas de cartón que utilizan como mesitas para comer. En las paredes del salón hay cuadros de San Jorge matando al dragón, uno de los santos preferidos de los coptos.

-¿Sabes? –dice Mena –cuando eres un expatriado, un refugiado, cuando nadie entiende tu lengua, las raíces empiezan a pudrirse. Por ahí empieza la muerte. Trasplanta un árbol del norte a la tierra del sur, y por mucho que lo riegues se morirá de hambre.

“Cuando eres un expatriado, un refugiado, cuando nadie entiende tu lengua, las raíces empiezan a pudrirse”

Una de las tardes que pasé en su casa aprendiendo a cocinar, por fin me enteré de lo que había sucedido exactamente en Egipto: su hijo mayor dejó embarazada a una chica musulmana y se casó con ella. Que un cristiano se case con una musulmana es un ataque al Islam y la venganza es la muerte. Ambos huyeron como refugiados a América y, entonces, el precio por “haber robado a una hija del Islam”, recayó en la familia.

–Así que no podemos ni pensar en regresar, y está bien porque la vida es así y ya no puede ser de otro modo. Está bien. Somos felices. Estamos vivos.

Mientras escribía estas dos historias he pensado en la tendencia que tiene el ser humano a juzgar, a decidir cómo uno debe ser feliz y en qué consiste la tragedia. A calificar todo y a categorizar. Después he pensado que ya no quiero salvar a nadie porque no hay nadie a quien salvar. Puedo, quizá, participar de la vida de otros, sin adoptar el papel de salvadora (que conlleva superioridad). Puedo aprender. Puedo escuchar. Puedo escribir. Empecé una ONG queriendo ser una heroína y ahora sólo quiero ser feliz, tan feliz al menos como las personas a las que quería ayudar.

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